Un incendio. Una muerte.
Un oscuro secreto a punto de ser revelado.
Siempre se ha pensado que el incendio de la iglesia de San Agustín en La Laguna se debió a un cortocircuito. Nada hacía pensar que el origen del fuego fuera otro. Hasta hoy.
Una extraña muerte en la catedral pone al inspector Galán y a sus hombres en la senda de un asesino que busca un objeto muy determinado, de valor incalculable, tras cuya pista se encuentra toda la policía europea.
Marta Herrero se dispone a enfrentar los trabajos arqueológicos previos a la rehabilitación de la iglesia. Una labor fácil y rutinaria, a priori. No sabe lo que se va a encontrar desde que desentierre la primera losa sepulcral.
Sandra Clavijo y Luis Ariosto investigan la desaparición de dos personas hace más de cincuenta años. Sus pesquisas se estrellarán con oscuros secretos que tal vez nunca deben ser revelados.
CÓMO SE HIZO
Si existe en La Laguna un edificio que evoca el misterio, ese es, sin duda, el de la antigua iglesia de San Agustín. Este templo, reconstruido a finales del siglo XVIII, fue tenido por el más bello y amplio de la ciudad hasta el 2 de junio de 1964, día en que un voraz incendio lo consumió casi por completo. Solo quedaron los muros y los arcos de las columnas. Todo lo demás se perdió.
Los planes de reconstrucción pasaron en poco tiempo a ser mera declaración de intenciones y el espacio sin techo comenzó a deteriorarse por el paso inclemente del tiempo y de los agentes atmosféricos.
La iglesia de San Agustín siempre me había llamado la atención, pero en mis novelas no había tenido cabida, ya fuera de modo consciente, o tal vez inconsciente, como si la reservara para que tuviera un papel protagonista. En El círculo platónico aparece como una pieza clave del enigma que tienen que resolver Ariosto y sus amigos, aunque la dejan para el final y ni siquiera es necesario visitarla.
Lo excepcional de San Agustín no es solo el inquietante aspecto de abandono de los restos de la iglesia, que por sí solo acongoja, sino el tesoro que tiene adosado. El antiguo monasterio de los agustinos, hoy instituto Canarias Cabrera Pinto, tiene también sus secretos y sus sorpresas.
El más espectacular de sus secretos revelados (los no revelados están aún por descubrir), es la cripta que apareció en 1993. Dos cadáveres del siglo XVIII, sepultados en sus correspondientes féretros, aparecieron por sorpresa dentro del habitáculo. Una ejemplar investigación multidisciplinar logró desentrañar el misterio de cómo y por qué habían sido olvidados aquellos miembros de la familia Salazar, una de las más ilustres de La Laguna, durante doscientos años.
Si en fecha tan reciente apareció un descubrimiento misterioso, ¿por qué no imaginar que el subsuelo del convento nos pueda deparar más sorpresas?
Para sorpresas, unas muy agradables. El Instituto Cabrera Pinto, el más antiguo de Canarias, posee colecciones, destinadas en su origen a la docencia, que son un tesoro en sí misma. Hay tres grupos de objetos que llaman la atención poderosamente. Los de Historia Natural, en el que desfilan ante los ojos del visitante toda clase de animales, peces, aves, insectos y piedras raras, conservados a través de la taxidermia, el sistema del siglo XIX. También posee una buena colección de huesos y útiles guanches, incluyendo media momia, otro recuerdo del interés que provocaba el tema indígena en aquel siglo. Y la sala de los ingenios mecánicos y máquinas de laboratorio, que parece extraída directamente de una novela de julio Verne. Son espacios únicos, con sabor a otros tiempos, que hacían irresistible la tentación de incluirlos en la novela.
Con unos escenarios tan evocadores, la redacción de otra novela de misterio lagunero tiene que ser más interesante. Ahora les toca a ustedes, con su lectura, comprobarlo.
PERSONAJES
ESCENARIOS
- Iglesia de San Agustín
- Barrio de San Honorato. La Laguna.
- La palmera de la iglesia de San Agustín.
- Catedral de La Laguna
- Iglesia de San Agustín de noche
- Plazoleta del Instituto Cabrera Pinto
- Claustro de San Agustín
- Base de la torre del instituto
- Instituto Cabrera Pinto. Sala de Historia Natural
- Sala de instrumentos
- Instituto Cabrera Pinto. Sala de vestigios guanches.
- Entrada a la cripta
Capítulo 2
Un sol metálico, en su cénit, aplastaba toda sombra posible sobre el asfalto de la calle de San Agustín, sin que ninguna pudiera buscar refugio debajo de los vehículos aparcados junto a las aceras tórridas, rezumantes de invisibles hilos de vapor, sufriendo resignadas el paso del mediodía.
La tarde de junio, con sus días largos recién estrenados, hacía su entrada con pesadez somnolienta sobre los tejados de la ciudad, justo cuando esta se tomaba un breve descanso en su vida cotidiana.
No había nadie en la calle, y por eso nadie vio nada.
Capítulo 6
Tomó por la pequeña calle de la Violeta y llegó a la de la Retama. Le encantaban los nombres de las calles de aquella zona: el Clavel, el Jazmín, el Laurel, el Brezo, los Rosa-les. «Tuvieron que ponerles nombre a todas el mismo día», se dijo Ramos.
El subinspector echó un vistazo a la acera derecha. Todas las casas eran del mismo estilo, planta baja y alta, dos huecos arriba y abajo, y todos sus propietarios se habían puesto de acuerdo en no repetir los colores de las fachadas. A Ramos le recordó un tablero de parchís. A la izquierda se levantaba un edificio corrido de pisos relativamente nuevo. Le gustaba más la otra acera, lo antiguo. Él era así.
Capítulo 12
–¿Qué hacemos con la palmera?
Marta miró extrañada a Nemesio Baute, el encargado de los obreros de la empresa contratada por el ayuntamiento para la limpieza previa del pavimento de la iglesia.
–¿Qué palmera?
–Pues la palmera canaria que ha crecido en el centro de las naves.
Marta se encontraba en la plaza rectangular por la que se accedía tanto a la iglesia de San Agustín, como al antiguo instituto, antes monasterio del mismo nombre. Se acercó a la puerta de la iglesia, liberada del muro que la había cerrado durante casi sesenta años.
Capítulo 20
La tarde se difuminaba a través de las vidrieras de la catedral de La Laguna. La inmediata bajada de temperatura posterior a la desaparición del sol tras la montaña del Púlpito no se sentía en el interior del templo, como si de un compartimento estanco se tratase. El grupo de señoras que se había congregado al rezo del rosario se había marchado y la enorme iglesia se había quedado vacía. Solo una persona, sentada en el último banco, permanecía mirando, como extasiada, los últimos jirones de luz que se resistían a desaparecer bajo la cúpula del crucero.
Capítulo 25.
Marta se adentró en la oscura iglesia. La falta de techo provocaba que las estrellas se convirtieran en un lucernario maravilloso. Era una noche sin luna y el lejano fulgor de miles de lucecitas convertía al entorno en un lugar mágico.
Capítulo 12.
Marta se encontraba en la plaza rectangular por la que se accedía tanto a la iglesia de San Agustín, como al antiguo instituto, antes monasterio del mismo nombre. Se acercó a la puerta de la iglesia, liberada del muro que la había cerrado durante casi sesenta años.
Capítulo 44.
La primera impresión al entrar en el claustro del antiguo convento de San Agustín era, como siempre, desconcertante. Nadie se esperaba algo tan bello escondido tras aquellas piedras centenarias. Un exuberante jardín de aspecto tropical ocupaba todo el patio central rodeado por columnas de piedra rojiza que sostenían un dintel de madera sobre el que se apoyaban las galerías superiores del edificio. El sonido borbotante del pequeño chorro de la deliciosa fuente central se escuchaba apagado por el canto de unos pájaros y por la frondosidad del conjunto de laureles, arrayanes, acantos, palmeras y naranjos que, desde lo alto, vigilaba al mismo tiempo a quienes entraban en el recinto y a un manto de camelias de diversos colores que alfombraba la superficie.
Capítulo 44.
–Estamos bajo la torre. Es una de las zonas, después del claustro, más antiguas de todo el conjunto.
Ariosto apreció los sillares constructivos del campanario desde dentro. Una estrecha escalera de caracol metálica ascendía a un primer piso, de donde partía otra que se perdía en una plataforma de madera. Le dio vértigo pensar en subir o bajar por allí.
Capítulo 44
Girando a la derecha, Ariosto se enfrentó a una enorme sala alargada llena de toda clase de ejemplares en exposición de animales salvajes, aves, peces, huesos, piedras e insectos.
–¡Es extraordinario! –exclamó Ariosto, sincero–. Un verdadero museo de taxidermia.
–Es la sala Agustín Cabrera de Historia Natural, en honor a uno de los profesores del Instituto. Hay decenas de animales disecados –corroboró Domingo, orgulloso–. Era el sistema de enseñanza más práctico que existía a finales del siglo XIX. Todas las piezas son de aquella época.
Dejaron los huesos al otro lado de la puerta y se acercaron a la más próxima. La cerradura se abrió con la llave del anfitrión y los dos hombres entraron en una gran sala rectangular de piso ajedrezado, repleta por completo de estanterías, armarios acristalados y vitrinas llenas de todo tipo de instrumentos y máquinas. Ariosto quedó extasiado.
–Esto es incluso más espectacular que la sala de los animales –dijo, tanto para sí como para su acompañante.
–La sala Blas Cabrera, bautizada en honor a uno de los padres de la Física española, que fue alumno de este Instituto. Tenemos aquí ochocientos objetos científicos fechados desde 1800 hasta mediados del siglo XX que nos muestran la evolución de la ciencia y la tecnología en un siglo cuyos avances todavía hoy no sabemos valorar bien.
Capítulo 44
Ambos llegaron a la esquina de la galería y Domingo sacó una llave con la que abrió la puerta que se encontraba allí. Ante Ariosto se desplegó una serie de vitrinas con piezas arqueológicas de los antiguos habitantes de Tenerife: piedras de moler, collares, cerámica cotidiana y huesos, centenares de huesos de todas las partes del cuerpo, todo ello expuesto tras los cristales o conservados en cajones que partían desde el suelo. Más de veinte cráneos miraban sin ver a Ariosto, mu-dos testigos de una época en que se vivía de otra manera.
Capítulo 45
–En octubre de 1993, durante los trabajos de nivelación del suelo, apareció en una esquina del claustro una escalera de acceso a una cripta desconocida.
–¡Ah, ¿sí? ¡Qué interesante! –exclamó Sandra.
–En la cripta se encontraron dos ataúdes, completamente desmoronados, que contenían dos cadáveres del siglo XVIII que en su momento fueron enterrados allí.
–¿Y nadie se acordaba de ellos?