Un secreto enterrado en el tiempo. Una herencia envenenada.
Una presencia perturbadora
Desde hace más de cien años, un misterio habita en la mansión de los Fitz-Stuart en La Laguna. Tras un incendio devastador, una nueva construcción se superpuso a la antigua, pero no desterró la huella inquietante de quienes vivieron en ella, que vuelve con más fuerza que nunca.
El inspector Galán investiga las circunstancias que rodean la muerte del último propietario, en apariencia natural. Sin embargo, no tarda en descubrir que en torno a él surgen una serie de interrogantes misteriosos que indican que las cosas no son como parecían en un inicio.
Luis Ariosto acompaña a su tía Enriqueta a la lectura de un testamento envenenado. Los herederos deben enfrentarse a un reto complicado de solventar, un quebradero de cabeza con nombre de vino a partir de una variedad muy especial de uva canaria.
La periodista Sandra Clavijo y la arqueóloga Marta Herrero se ven inmersas en la búsqueda de unas joyas desaparecidas a finales del siglo XX que las lleva de un enigma a otro, en una espiral que les conduce a un secreto oculto en lo más profundo de la vieja ciudad.
La mansión es la cuarta entrega de novelas ambientadas en La Laguna. El nombre de “Trilogía de La Laguna” o “Trilogía Ira dei”, que no es mío, deja de ser válido. Creo que lo dejaremos en “Serie Ira dei” o “Serie de La Laguna”, y así la puerta queda abierta a nuevas historias laguneras..
La idea de escribir La mansión surgió a raíz de una visita a una casa señorial de estilo inglés de La Laguna. Se trata de la casa que se encuentra en la plaza de la Junta Suprema, justo en la esquina entre al final de la calle Silverio Alonso y el comienzo del camino de San Diego.
Mi amiga Douchka Karlezi me invitó a que participara en un evento de promoción inmobiliaria relacionado con la casa aportando algunos apuntes históricos sobre la empresa constructora del edificio. La mansión rezuma un estilo inglés propio del primer tercio del siglo XX en Canarias en que muchos edificios se levantaron, imitando ese estilo, en diferentes puntos de la isla. En Santa Cruz tenemos la iglesia anglicana de la plaza de los Patos; en La Cuesta las tres casas de la Avenida de Los Menceyes y del camino de Las Mantecas, en la manzana donde se está construyendo un parque tecnológico; en La Laguna tenemos la casa denominada “Las Araucarias” y esta misma a que me refiero. Y también hay ejemplos en Puerto de la Cruz y sus alrededores.
La visita al interior de la casa fue muy interesante por su característica distribución y el mobiliario antiguo que se conserva en ella. Al cabo de un tiempo, las imágenes de aquellas habitaciones me inspiraron para desarrollar entre las paredes de una casa similar, esta vez inventada, una novela de misterio con algún que otro tinte sobrenatural.
La mansión de los Rodríguez López existe todavía en el camino de Las Mantecas y parece que las obras del parque tecnológico la van a respetar. Fue durante algunos años sede del Hogar Gomero y así se le recuerda todavía. Su similitud arquitectónica con las casas laguneras de que he hablado es lo que me decidió a incluirla en esta novela, casi como un homenaje. Muy cerca de esta casona, todavía se mantienen en pie tres más, una detrás de otra, en la avenida de los Menceyes. A mí me encanta la del centro, que está abandonada. Me gustaría que alguna vez se rehabilitara y pudiéramos visitarla en todo su esplendor. Tuvo que ser una maravilla.
Desde hace muchos años soy un ferviente admirador de los buenos vinos. Últimamente me he interesado por el ciclo del vino, desde su plantación inicial hasta que se sirve en la copa, a lo que me ha ayudado Gonzalo Padrón, que tiene entre manos los vinos de Tanajara, de los mejores del mundo.
Es un mundo fascinante que he querido introducir en esta novela haciendo un guiño a todos los viticultores canarios, que son muchos y buenos. La variedad albillo prieto no existe, pero sí que hay varias albillo en las islas, tanto en La Palma como en Tenerife. Mi amigo Jorge Zerolo, uno de los mejores enólogos de Canarias, me animó a escribir sobre el vino canario, aunque fuera dentro de una novela de misterio, y le divirtió mucho la idea de hablar sobre una uva inexistente.
La decisión de localizar la finca del padre de Emelina en Tijarafe vino propiciada por varias invitaciones que los profesores de los institutos de Tijarafe y de Puntagorda me hicieron para ir a charlar sobre mis novelas con los estudiantes. Allí probé el vino palmero de la zona y puedo atestiguar que excelente.
La descripción de la sede museo de Blandy’s en Madeira no es inventada. Se trata un lugar que hay que visitar, y si se hace con unos buenos guías locales, mejor. Sus vinos añejos son excelentes y me llama la atención cómo no quedó en Canarias la tradición del vino generoso que los ingleses implantaron en esta isla. Las semejanzas que existen ente Canarias y Madeira son enormes. Tantas que, si no fuera por el idioma de sus habitantes, podría pasar por parte de nuestro archipiélago. Otro lugar que vale la pena visitar.
El testamento envenenado de Juan Fitz-Stuart es la otra parte de la trama vinícola. Mi amigo Alfonso de la Fuente, notario en La Laguna, me aclaró algunos detalles de los testamentos ológrafos, de forma que unas disposiciones testamentarias tan disparatadas como las que aparecen en esta novela no chirriaran demasiado.
El tesoro inca es también inventado. Pero el personaje histórico Túpac Inca Yupanqui, sí que existió, y su tumba fue saqueada, por lo que no debemos extrañarnos demasiado si el ajuar funerario pudo acabar en La Laguna.
PERSONAJES
ESCENARIOS
- Interio de la mansión de los Fritz-Stuart
- Plaza de la Junta Suprema
- Mansión por fuera
- Hotel Nivaria
- Cafetería del Campus de Guajara
- Terraza del Hotel Mencey
- Bar Oasis en Valleseco
- Interior del Ayuntamiento
- Casa del Vino
- Blandy's Funchal
- Camino Aguatavar. Tijarafe
- Palmelita
- Fundación Hogar Santa Rita
- Túnel de La Palma
- Cafetería San Agustín
La mujer se echó a un lado y señaló una escalera que se erguía al frente de los policías y llegaba al piso superior en un solo tramo, largo y alto. La casa rezumaba un estilo inglés inconfundible: sus estrechas alfombras se deslizaban por los pasillos y reptaban por los escalones, flanqueadas por paredes forradas de tela de diversos colores, bastante llamativos. Un mobiliario más que clásico a juego retrotraía a un pasado lejano, tal vez de aroma colonial.
Los policías subieron por la escalera seguidos de la asistenta. Al llegar al piso superior, descubrieron que se distribuía en cinco habitaciones: tres dormitorios, un cuarto de costura, otro de servicio y dos baños.
—La última puerta a la derecha—, indicó la mujer en cuanto llegó arriba.
Galán se dirigió a la habitación principal y entró en ella. Una cama enorme de matrimonio aparecía perfectamente compuesta, con media docena de cojines desplegados en la cabecera. Frente a ella, un tocador y una butaca estilo imperio. La colcha, el forro de las paredes, las cortinas y los cojines aparecían todos a juego con la misma tela. En la butaca descansaba el cuerpo de don Juan Fitz-Stuart Cambreleng, el dueño de la casa, con la cabeza ligeramente apoyada en el orejero derecho. Parecía estar dormido.
Llegó a la plaza de la Junta Suprema tras recorrer la calle Silverio Alonso. La plaza, más que plaza, era una conjunción de varias calles que los caprichos de la arquitectura urbanística había conformado en un espacio triangular, al que algún político oportunista se le ocurrió denominarlo plaza. Allí, a la sombra de dos altísimas palmeras tropicales, un drago y cuatro gigantescas araucarias, se levantaban, como pequeñas setas dada la altura de los árboles, entre otras, varias casas antiguas de estilo inglés. Sandra no conocía la razón por la que los británicos habían elegido aquel lugar para levantar sus mansiones. Desechó la idea de que lo hicieran así porque fuera el lugar más húmedo de la ciudad, donde estaba enclavada la lagunilla que dio nombre a la población, y que ese detalle insalubre les recordara las brumas del Támesis. «Seguro que fue porque el ayuntamiento no dejaba construir en otro lugar», se dijo. La cuestión era que, fuera por azar o por decreto, había allí unas cuantas casas que recordaban otros lugares lejanos.
La periodista se introdujo en el camino de San Diego, llamado así porque, desde casi la época de la conquista, comenzaba allí la senda, luego camino, que llevaba a la ermita de tal santo, lugar de peregrinación popular y más tarde estudiantil de honda raigambre en La Laguna. Dejó a su espalda la casa denominada «Las Araucarias», una encantadora villa de campo de Cornualles, o de algún lugar similar, plantada en aquel lugar, con tejadillos a dos aguas sobresaliendo del principal y un porche pleno de sabor colonial. Pasó por delante de la esquina donde se abría la puerta de acceso al caserón de los Caufield, una construcción blanca con vetas de madera oscura que asomaban al exterior intentando reflejar, a la manera anglosajona, el entramado de su estructura interna. Siguió por la vía y, tras pasar un solar que hacía las veces de jardín de la casa antedicha, llegó a la casa de los Fitz-Stuart. Más allá se levantaba un palacete modernista de balaustradas blancas, muy del gusto de los habitantes de Canarias de finales del siglo XIX y principios del siguiente, pero de otro estilo, muy francés.
Se concentró en el caserón inglés. Una torre rematada en altos ventanales se levantaba sobre una esquina de la construcción y desviaba la atención del viandante sobre ella. A ambos lados, unos tejados afilados cubrían unos salientes semicirculares provistos de estrechas cristaleras pensadas para iluminar el interior. Las cortinas aparecían corridas por completo, lo que otorgaba al edificio un aire oscuro y misterioso, casi lúgubre…
Sandra se decidió a avanzar por el jardín, cuyos árboles y setos presentaban el aspecto de necesitar una poda urgente. La casa se encontraba en buen estado, aunque una pequeña grieta aquí y un desconchón allá le daban un aire de incipiente decadencia…
Resolvió dar la vuelta a la casa. Tal vez hubiera algo digno de ser contemplado. Comenzó por su derecha, giró en torno a uno de los salientes semicirculares y descubrió un drago estilizado de más de seis metros de altura que aportaba un manto de penumbra sobre aquella zona. Unos ventanales verticales daban paso a la torre, imponente y amenazadora. Unas tupidas cortinas impidieron que pudiera atisbar en el interior. Dejó atrás la torre, dobló la siguiente esquina y halló, en la parte posterior del edificio, una escalera de piedra adosada sin pasamanos que se elevaba hasta la azotea, invisible por completo desde el otro lado de la casa.
Galán y Ariosto se encontraban sentados en la terraza cubierta del hotel Nivaria, uno de sus lugares preferidos de La Laguna. Varias mesas redondas se distribuían en un ambiente elegante a lo largo de un espacio que otrora fue abierto, ahora protegido tanto del frío lagunero, lo usual, como del calor de aquel día.
La arqueóloga Marta Herrero, una mujer alta y atlética, de ojos verdes y cabello castaño, de unos treinta y cinco años, se dirigía a la cafetería del aulario del Campus de Guajara, donde había quedado con Sandra Clavijo, su amiga periodista. Le había telefoneado tras recibir un pequeño informe de sus amigos del Archivo Histórico Provincial y Sandra se había ofrecido a acudir de modo inmediato a la Universidad, donde trabajaba como profesora.
Marta entró en el recinto de la cafetería, un lugar espacioso de diseño moderno y techos altos que aumentaban de modo asombroso el ruido de ambiente. En la larga barra en forma de U le esperaba la periodista.
Capítulo 33
El sol acortaba las sombras que el edificio del hotel Mencey arrojaba sobre el impecable círculo de césped que hermoseaba la terraza de la cafetería. El canto de algunos pájaros hacía olvidar que el establecimiento se encontraba haciendo esquina con Las Ramblas, una de las avenidas de mayor tránsito de la ciudad.
Donald Fitz-Stuart miró una vez más su reloj, más como un tic de ansiedad que por otra razón. Faltaban dos minutos para las once, hora en que se había citado con su primo Michael.
Capítulo 35
Quedaron para tomar un café en Valleseco, el barrio donde vivía, camino de San Andrés y de la playa de Las Teresitas. Valleseco había surgido como un caserío adosado a los laterales de un profundo barranco, como todos los de la isla, cuyas terrazas de cultivo dieron paso en los últimos años a solares para edificar complejos de viviendas de nivel medio alto, lo que contrastaba con el resto del entorno, de un origen más humilde. Al menos sobre el papel.
El bar Oasis era uno de los lugares más concurridos de la parroquia. Desde primera hora de la mañana era parada obligatoria de decenas de trabajadores que se echaban un «barraquito», o sea, un café con leche más leche condensada en vaso estrecho y largo acompañado de un chorrito de licor y canela, y algo de comer, antes, durante o después de trabajar, dependiendo de la ocupación del cliente.
Ariosto esperaba a la arqueóloga en una de las puertas de la corporación local que daba a la calle Consistorio. El calor del mediodía le había obligado a prescindir de la chaqueta, e incluso de la corbata, sín-toma de que hacía calor de verdad. Marta Herrero venía desde el aparcamiento de los juzgados donde, de modo milagroso, había encontrado un hueco donde estacionar su automóvil…
Se introdujeron en la parte administrativa del edificio en busca del archivo municipal. Marta se condujo con familiaridad por varios pasillos de estructuras de aluminio y cristal que compartimentaban áreas de trabajo a la luz de unos obsoletos fluorescentes. Tras el quinto requiebro tocó en una puerta cuya parte superior estaba acristalada.
Luis de Miguel, director de la Casa del Vino, un es-tablecimiento oficial dedicado a la promoción del vino canario, indicó a Donald que se sentara en un sofá de cortesía existente en su despacho de la planta alta. Las paredes ofrecían el encanto de la piedra negra volcánica desnuda y atestiguaban la perfecta rehabilitación de una casona del siglo XVIII. Un mobiliario funcional y elegante recordaba que aquella estancia estaba diseñada tanto para trabajar como para atender visitas de trabajo. La luz de la tarde atravesaba las ventanas que daban a la ladera verde de El Sauzal, con la sombra del Teide a contraluz dominando el horizonte.
De Miguel se sentó en una butaca individual esqui-nada con el sofá.
—¿Le apetece un café? —preguntó el anfitrión.
Donald estaba de mejor humor. Todo aquel con-junto de casas antiguas con patio, lagar centenario incluido, era parte de su mundo: el vino. Y allí se sen-tía a gusto.
El estirado inglés, siempre de chaqueta y corbata, caminó por la amplia avenida Arriaga buscando la sombra de los árboles y evitó entrar en la sede de la empresa por la puerta de los turistas. Allí rezaba en letras grandes «Blandy’s, establecido en 1811, Wine lodge», para que quedara bien claro el origen británico de la firma. Tres enormes toneles de vino en triángulo ascendente correspondientes a las variedades malvasía, bual y sercial saludaban al visitante en el fondo de un porche cuya sombra invitaba, al menos, a protegerse del sol. De resto había que pagar por todo.
Michael entró en el edificio a través de una puerta que solo los socios y los trabajadores de la empresa estaban autorizados a utilizar. Una de las secretarias lo reconoció al instante y le indicó que Hewson le estaba aguardando. Conocía el camino de su despacho y se dirigió a él con presteza, al menos allí había aire acondicionado.
El Honda Civic de Emelina descendía el serpen-teante camino Aguatavar tras haber dejado atrás la carretera general. El sol iniciaba su inevitable caída hacia el mar, justo enfrente de ellos, y la sensación de calor disminuía gracias a una brisa proveniente de ese océano inmenso que les escoltaba en el camino.
—¿Estás segura de que viste a alguien en la casa, Sandra?
—Vi algo moverse en una ventana. Sin ninguna duda.
Galán había quedado con ella en el Palmelita, una cafetería de inspiración alemana situada al lado de la iglesia de La Concepción. La periodista había llamado a su amigo policía y le había contado su experiencia visual de la tarde anterior. Dado que la casa estaba vacía, entendía que podía tratarse de un robo, o de un okupa, lo que no sabía qué era peor.
Galán esperaba en una sala de juntas revestida de madera a que apareciera Celso Viña, el gerente de la Fundación Hogar Santa Rita. Se encontraba en el edificio administrativo de la fundación, una construcción rectangular de aspecto prefabricado que llamaba la atención por su singularidad, plantada en medio de los pocos espacios libres que existían entre el conjunto de edificaciones que componían el recinto. El conjunto residencial se localizaba en la carretera de Las Dehesas, en un extremo del municipio de Puerto de la Cruz, a unos cuarenta kilómetros de la capital. Era como un pequeño pueblo cercado, con varias calles interiores en las que el conductor poco avisado podía llegar a perderse, al menos la primera vez que entraba en ellas. De hecho, Galán tuvo que preguntar a medio camino ante las sospechas de que se había extraviado.
Al llegar a la sede administrativa, una secretaria le confirmó que el señor Viña le esperaba y le rogó que aguardase un momento en el lugar en que ahora se encontraba.
La furgoneta subió la cuesta desde la costa de Mazo, al naciente de la isla, donde se hallaba el aeropuerto, hasta la rotonda de San Pedro y siguió la señal que le indicaba la dirección de Los Llanos, la principal ciudad del lado oeste de La Palma. Condujeron durante media hora por una carretera con mil y una curvas hasta enfilar un túnel que travesaba la cordillera dorsal de lado a lado. Entraron dejando atrás un paisaje abrupto, cargado de nubes, atiborrado de laurisilva húmeda y compacta, y salieron, como por arte de magia, a otro de un inmenso pinar que descendía con suavidad por un amplio valle soleado.
Adela y Ariosto se tomaron unos cafés con leche y sendos cruasanes, aprovechando que el día estaba bueno, en las mesas de terraza de la cafetería San Agustín, justo donde la calle perdía ese nombre en favor de la plaza de la Junta Suprema.
—¡Vaya denominación! —dijo Adela, repuesta tras un par de bocados—. Suena demasiado rimbombante. Esa plaza no tenía nombre, como me decía mi abuela. O si acaso, la plaza de la fuente, que había una aquí hasta que la cambiaron por el jardín.
—La Junta Suprema se formó debido al vacío de poder en España. Estamos en el año 1808 después de Jesucristo. Toda España está ocupada por los franceses de Napoleón. ¿Toda? ¡No! Un archipiélago poblado por irreductibles guanches resistía todavía y siempre al invasor. También resistía Cádiz, todo hay que decirlo.
—Sí, los irreductibles guanches. Me parece que leíste muchas historietas en tu juventud, Luis.
Marta finalizó el informe de la intervención arqueológica en la casa de Juan Fitz-Stuart, lo guardó en su carpeta correspondiente del ordenador y cerró el programa de edición de textos. La luz de la media tarde se posaba sobre la fachada de la facultad de Psicología, al otro lado del patio central que daba acceso a los edificios departamentales del campus de Guajara. La arqueóloga se permitió unos segundos de mirada perdida sobre las cumbres del macizo de Anaga. Sus picos dentados parecían vigilar lo que sucedía a sus pies, a lo largo de la avenida de Los Menceyes, la vía antigua de comunicación entre La Laguna y Santa Cruz.
Rogério tomó dos guaguas. Una hasta la terminal de Santa Cruz y otra desde allí en dirección al sur de la isla. Tras un número indeterminado de paradas —Rogério perdió la cuenta—, el autobús le dejó en la zona turística de Costa Adeje.
Al portugués le pareció que había desembarcado en otro país. El sol de la caída de la tarde tras la silueta de la vecina isla de La Gomera arrojaba una luz cálida sobre decenas de hoteles y edificios de apartamentos. Todo un mundo dedicado al turismo de masas, con letreros en multitud de idiomas, se aglomeraba en unos veinte kilómetros de costa, justo en el lugar donde casi siempre lucía el sol, y por ello los turistas llegados de climas más fríos podían presumir a su vuelta de un bronceado, o más bien una quemadura de primer grado, envidiables.
Ariosto se sintió transportado a otro tiempo en cuanto puso los pies en el caserón que fue el Hogar Gomero durante muchos años. Un edificio inclasificable, con nueve tejados a diferentes alturas y distintos retranqueos, de cierto aire centroeuropeo, se erguía junto a otros más modernos de la Universidad de muy reciente construcción. Era la casa de los Rodríguez López, como se la llamaba popularmente, levantada por el capricho de unos empresarios de éxito en los años treinta del siglo pasado en medio de campos de labranza, hoy devorados por el crecimiento ciudadano. Su aspecto de mansión a la antigua usanza provocaba un respeto reverencial inconsciente en el visitante que se detuviera antes de entrar. Se captaba de modo involuntario su grandeza señorial, ya no se hacían edificios de aquel tipo.
A Ariosto el conjunto de volúmenes de aquel sueño arquitectónico le recordó la mansión hollywoodense de Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses, con piscina incluida. Aquel edificio tuvo que ser magnífico ochenta años atrás. Ahora, yacía en una decadencia decrépita, esperando que le llegara el turno de la rehabilitación o del derribo, disyuntiva a decidir por la Administración universitaria, que parecía decantarse por la primera solución, pero al que una falta sobrevenida de presupuesto podría condenar a la piqueta.
Esa grandeza tenía su reverso: las paredes estaban desconchadas en muchos lugares; los cristales de las ventanas habían desaparecido bastante tiempo atrás; y una serie de lustrosas pintadas de pésimo gusto terminaban por ofrecer una imagen lastimosa de abandono y desidia general.
Galán había propuesto a Ramos que se tomaran un café a la salida de la mansión de los Fitz-Stuart. El subinspector sabía que en realidad era una invitación a que debatieran sus respectivas conclusiones.
Optaron por dirigirse a la plaza de la Concepción, el lugar más animado de la ciudad desde que se peatonalizó el centro histórico. El cambio que había sufrido aquella zona tras el cese del tráfico rodado era espectacular, a mejor, por supuesto. Una vez visto el resultado, los laguneros se preguntaban por qué a nadie se le había ocurrido hacerlo antes. A todas horas del día y a primeras de la noche, las vías laterales y el fondo exterior este de la iglesia se veían llenos de gente ocupando las terrazas de las cafeterías de la zona, tanto las veteranas como las nuevas que habían ido surgiendo. La animación era la tónica del lugar, donde era difícil conseguir una mesa para tomarse algo en condiciones normales, e imposible si el día estaba bueno.
El ojo entrenado de Ramos observó a una pareja pagando la cuenta en una de las mesas del Benidorm, por lo que indicó a Galán que se aproximaran para ocuparla en cuanto los clientes se marcharan. Así lo hicieron y, una vez sentados, ordenaron los cafés al camarero que se les acercó.
Agostinho sonrió y arrancó de nuevo el automóvil. La tarde comenzaba a caer y el sol se dirigía a su cita diaria con el horizonte marino. Dirigió el vehículo hacia la población de Santiago del Teide. Una vez allí tomó la desviación hacia el caserío de Masca, un grupo de casas que, de modo prodigioso, se estableció en los cerros que dominaban unos profundos barrancos, en las que vivir debió ser toda una aventura en tiempos pasados. Las vueltas y revueltas de la carretera adormecieron a Donald, que dejó caer la botella al suelo y la cabeza sobre el respaldo y la ventanilla. Agostinho redujo la velocidad para conseguir que su jefe conciliara un sueño profundo.
Desde Masca llegó al pueblo de El Palmar. Allí partía una nueva desviación hacia otro caserío, Teno Alto, que el portugués tomó sin dudarlo. Agostinho se había estudiado bien la orografía de la isla en la aplicación Google Maps y encontró lo que buscaba cerca de esa localidad.
El paisaje varió y se convirtió en una serie de colinas cubiertas de hierba fresca que recordaba los verdes campos de Irlanda. Tras unos kilómetros de curvas suaves a través de una carretera estrecha de un solo carril, Agostinho llegó al lugar que estaba buscando… Descendió y caminó unos pasos hasta llegar al borde de un precipicio gigantesco que se abría a sus pies: el barranco de las Calabaceras se abría en una caída muy pronunciada de más de quinientos metros de altura hasta llegar al mar. Agostinho tuvo que retirarse porque el abismo que existía a apenas cuatro metros de la pista de tierra le provocó vértigo.