La Laguna, Tenerife. Un crimen imposible. Un fantasma atormentado. Un desenlace sobrecogedor.
Cuentan que en la casa Lercaro suceden fenómenos inexplicables. Algunos aseguran haber visto la figura de una mujer joven, de otra época, vagar por los pasillos de la antigua mansión. Esta leyenda no ha sido obstáculo para que en el caserón se haya instalado recientemente un museo de historia. Ni para que se organice en él una exposición cultural internacional. Ni para que los miembros más selectos de la sociedad sean invitados a la inauguración.
No se imaginan la experiencia que van a vivir.
El inspector Galán se enfrenta a uno de los casos más complicados de su carrera, un asesinato imposible. Para ello tendrá que recibir la ayuda de sus amigos: el aristócrata Luis Ariosto, la arqueóloga Marta Herrero y la periodista Sandra Clavijo.
Cada uno tendrá una motivación especial para introducirse en una vorágine de acontecimientos que les sorprenderá, les sobrecogerá y pondrá a prueba sus convicciones más profundas. La casa Lercaro, uno de los edificios más antiguos de La Laguna -una ciudad rebosante de historia y misterio-, no dejará indiferente a quien la visite.
Todo lo contrario.
La edición canaria de El círculo platónico constituyó de nuevo un éxito de ventas en la navidad de 2011 a 2012. Había que afrontar el reto de una nueva novela. Tenía dos posibilidades, según el plan inicial de desarrollo literario. O bien Tiempo Sur, o bien La casa Lercaro.
En octubre de 2011 pude realizar un viaje que llevaba más de un año planeando. La búsqueda de los restos de la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña…
…una fortaleza levantada al final del siglo XV en la costa africana, enfrente de Fuerteventura. Este viaje, de carácter de investigación histórica, tuve la suerte de poder culminarlo con plenitud. Encontré los restos y comprobé que eran los de la torre en cuestión. Eso me indujo a la redacción de un libro de difusión histórica que se publicó en 2012 y, al mismo tiempo, dado lo reciente de la experiencia, ponerme a redactar la novela Tiempo sur.
Llevaba redactados nueve capítulos cuando, por esas cosas del azar, sostuve una conversación con el delegado en Tenerife de la empresa distribuidora de libros más importante de Canarias. A cambio de distribuir las próximas novelas, ellos conseguirían que alguien de una editorial de difusión nacional leyera Ira dei, la ira de Dios.
El acuerdo se cumplió por parte de la distribuidora y pocas semanas después me llamaron de editorial Roca para comprar los derechos de publicación de Ira dei, El círculo platónico y La casa Lercaro. Evidentemente, publicar con una editorial importante era un anhelo incumplido desde que terminé de escribir la primera novela, por lo que llegamos a un acuerdo. La editorial quería plantear la edición de las tres novelas como una trilogía unida por el mismo escenario, la ciudad de La Laguna. Por mi parte no había mayor problema, así que aparqué de modo transitorio la redacción de Tiempo Sur y me metí de lleno con La casa Lercaro.
Tenía una especial predilección por escribir sobre la casa Lercaro, una mansión familiar centenaria de La Laguna reconvertida en el Museo de Historia y Antropología de Tenerife. Allí había dado varias conferencias de contenido histórico y organizado un pequeño congreso sobre Historia del Azúcar en Canarias. Además, el edificio poseía el interés añadido de contar con la leyenda más literaria de la ciudad de La Laguna: la del fantasma de Catalina, la novia suicida. Cuentan que en época indeterminada, siglos XVI o XVII, la hija del dueño de la casa fue forzada a casarse con un hombre mayor al que no amaba. Para evitar la consumación del matrimonio, Catalina se arrojó la noche de bodas al pozo de la casona. Dado que no fue enterrada en suelo sagrado, se cuenta que su espíritu vaga por los pasillos de la casa por las noches. Eso dicen. Con independencia de la existencia o no de fenómenos extraños en la casa, me seducía contar una historia de intriga policiaca aderezada con el elemento sobrenatural.
La labor de documentación para la novela fue doble. Por un lado, una investigación de archivo que contaba con la ayuda de especialistas genealógicos para averiguar lo máximo posible sobre los habitantes de la Casa Lercaro. Si en Ira dei yo planteaba como personaje al marqués de Fuensanta, ficticio por completo, en La casa Lercaro me tenía que enfrentar a personajes históricos, con lo que las referencias a los miembros de la familia Lercaro debían ser rigurosas. Descubrí, con la ayuda de mis amigos Carlos Rodríguez y Lorenzo Santana, que no existía candidata al puesto de fantasma en la familia. Aparecieron varias Catalinas, pero ninguna daba el perfil de novia suicida. Dos mujeres del siglo XVII, Francisca y Úrsula, tal vez podrían haber estado en el origen de la leyenda. Pero se quedaba en eso. Pura leyenda.
Por otro lado, el trabajo de campo, por así decirlo. Varias visitas a la casa museo examinando de cerca toda la edificación, tanto los lugares abiertos al público como los que no lo estaban. Además de estos recorridos exhaustivos, me puse en contacto con Fernando Álvarez, un investigador de fenómenos paranormales, que colaboró conmigo de manera fabulosa contándome sus experiencias en la casa y concertando para mí la visita de la mansión acompañado de una sensitiva, Olga Luna. Con ella avancé por las estancias y pasillos de la casa, y tomé nota de los fenómenos que ella decía ver. Una transcripción casi literal de lo que sintió aparece en la novela, en el recorrido que hacen Antoinette y Ariosto por el museo.
La casa Lercaro es una novela que trata de la búsqueda de un tesoro escondido, una aventura clásica en la que la casona del siglo XVI es un personaje más, y con la que termina la trilogía denominada “de La Laguna” o “Ira dei”. Esto no quiere decir que nunca más escriba sobre esa ciudad, sino que, por el momento, tengo otros proyectos en mente.
La redacción de La casa Lercaro me llevó nueve meses de 2012. En junio de 2013 apareció la edición nacional de Ira dei, con presentación en la Casa del libro en Madrid, en la que acompañaron Juan Cruz y Nicolás Castellano, y estuve presente días después en la Semana Negra de Gijón. En enero de 2013 salió a la luz El círculo platónico en versión Roca editorial y apenas dos meses después, en marzo, La casa Lercaro.
La presentaciones tuvieron lugar tanto en La Laguna como en Santa Cruz de Tenerife. En la primera ciudad, tas un paseo multitudinario por la ciudad, presentamos el libro en el patio de la propia Casa Lercaro, con una escenificación del primer capítulo de la novela en la que los asistentes hacían de extras. Me presentaron la novela Amaya Conde, Ana Oramas y Colola Chinea, ya por entonces seguidoras de mis novelas.
En la segunda, en el Real Casino de Santa Cruz, actuó como presentador el periodista Eduardo García Rojas. En Las Palmas, unos días después, estuvieron José Luis Correa y Daniel Montesdeoca.
La casa Lercaro no salió ese año en Navidad, pero también fue un éxito de ventas, esta vez con llegada inicial a todas las librerías de España, que se mantuvo durante 2013 en lugares visibles en las estanterías.
Tocaba entonces retomar Tiempo Sur, la novela iniciada y que se quedó a medias. Pero esa es otra historia.
PERSONAJES
ESCENARIOS
- Casa Lercaro
- Calle Carrera
- Facultad de Geografía e Historia
- Archivo Histórico Provincial
- Plaza del Príncipe (Santa Cruz)
- Sandra en Taxi por Santa Cruz
- Aeropuerto de Los Rodeos
- El Venezia y el Benidorm
- Marta en Santa Cruz
- Plaza del Adelantado
- Cafetería El Águila (Santa Cruz)
- Iglesia de Santo Domingo
- Dique del este
Capítulo 4
En treinta segundos, los siete policías se proveyeron de linternas halógenas de gran potencia, ajustaron a sus cinturones las radios con el dial en el canal 5 y desenfundaron sus armas reglamentarias. A una señal de Galán, se distribuyeron en grupos de dos, pegados a las paredes con las armas apuntando al suelo, y entraron por la puerta principal del museo. A su espalda notaron que las personas que permanecían en la calle guardaban un repentino silencio. Galán no supo interpretar si era de respeto o de conmiseración hacia ellos.
Galán iba en cabeza, cruzó el amplio zaguán y dejó a su izquierda la sala que hacía de recepción del museo. El conjunto de las luces móviles de las linternas producía una acentuada
sensación de confusión. Llegaron a un gran patio aislado por altas cristaleras que lo independizaban del resto de la casa. Daban a él tres fachadas interiores del edificio. La cuarta era un alto muro que colindaba con la casa contigua, la denominada Casa Saavedra, que también formaba parte de las instalaciones del museo. En el piso alto extensos corredores de madera labrada y ventanas con cristales enmarcados en parrilla sobresalían de la edificación, apoyadas en varias columnas de madera o de piedra. A la izquierda de Galán comenzaba una elegante escalera de piedra clara, desgastada por el paso de los años, cuyo primer tramo descansaba en el entresuelo y que ascendía, tras girar ciento ochenta grados, hasta el primer piso. Morales y un agente de uniforme se dirigieron hacia ella, subieron al descansillo y tomaron posiciones.
Ramos y otro agente se desplegaron a la derecha, cubriendo el otro flanco. Galán, seguido de dos policías uniformados, cruzó el acceso de cristal, entró en el patio y se dirigió a la puerta semiabierta que se encontraba detrás del piano. La luz de la luna surgió tras una nube e iluminó tenuemente al grupo.
Capítulo 7
Sandra caminaba con celeridad por el comienzo de la calle de La Carrera, casi llegando a la Casa de los Capitanes. Había dejado el coche en el párking de los juzgados y se encaminaba al museo colocándose el fular a modo de bufanda. Hacía frío.
Por un momento, su mirada se extendió a lo largo de la extensa calle. Había que reconocerlo, La Laguna estaba cada vez mejor. La peatonalización de las tres calles principales de la ciudad
—Herradores, La Carrera y San Agustín— había tenido un éxito inesperado. Las personas habían sustituido al recargado tráfico de vehículos rodados, y ya nadie los echaba de menos.
El conjunto histórico se apreciaba a tamaño humano, tal como se había diseñado quinientos años atrás. Las mansiones señoriales se sucedían una tras otra, alternándose con iglesias centenarias —con alguna molesta concesión a la modernidad fuera de lugar— y con casas de porte más humilde, pero cargadas de serena antigüedad. La ciudad rezumaba historia, y el caminante, sobre todo el foráneo, la asimilaba inadvertidamente a cada paso. La Laguna nunca dejaba de sorprender a la periodista; siempre encontraba detalles antes inadvertidos —una ventana alta con visillos, un gastado escudo familiar, una puerta labrada, un suelo de piedra, un tejado con verodes; un zaguán oscuro—, pero no solo lo antiguo le llamaba la atención. Al
contrario que antes —apenas una decena de años—, ahora se hacía la vida en la calle, desafiando un clima muchas veces desapacible.
Tascas, cafeterías y comercios de todo tipo pasaban por un momento dulce en las viejas calles peatonales. La Laguna estaba mejor que nunca; era algo evidente, incluso para los santacruceros.
Capítulo 8
El despacho de Marta Herrero se encontraba en la primera planta, al final del pasillo de la izquierda, del edificio de la Facultad de Geografía e Historia, en el Campus de Guajara. El catedrático Álvaro Lugo había bajado del cuarto piso en ese ascensor que siempre olía a goma industrial, casi a neumático, y había soportado el golpe de frío que acompañaba al amplio espacio abierto que existía entre las dos alas del edificio, sobre todo a aquella temprana hora de la mañana. Un imponente patio interior cubierto en los laterales, pero abierto en su parte superior al fresco aire del norte, lograba con total éxito el indudable objetivo de los arquitectos de conseguir un espacio bien aireado. El problema es que, en invierno, el patio se convertía en un lugar peligroso por el cambio de temperatura, prácticamente en una gigantesca nevera. Por eso, ya que el viejo profesor era previsor, se había enfundado en un abrigo de paño oscuro del que solo sobresalía la pajarita color burdeos que había decidido ponerse ese día. Caminó por el
largo corredor dejando atrás monótonas puertas amarillas que algunos profesores —pocos— habían tratado de humanizar colocando algún distintivo colorista al lado de su nombre.
Por fin llegó al despacho de Marta, el último. La puerta se hallaba abierta, le estaba esperando.
Capítulo 12
Los pasos de Marta resonaban con estruendo en el suelo de la tercera planta del Archivo Histórico Provincial. El extraño material con aspecto de panel de chapa marina producía la sensación de estar pisando corcho prensado y provocaba que sus esfuerzos por pasar inadvertida al caminar por delante de la sala de lectura fueran en vano. Sonrió levemente cuando algunos investigadores levantaron inevitablemente la mirada con desaprobación para ver quién pasaba. La arqueóloga hizo caso omiso de un cartel que permitía el paso únicamente al personal del archivo y traspasó la puerta que daba acceso al pasillo interior.
La cuarta puerta a la derecha era la del amplio despacho de Pedro Hernández. Estaba abierta. Pedro se encontraba en su mesa estudiando un cuaderno de hojas amarillentas con pequeños
agujeros en sus bordes. Limpiaba cuidadosamente el papel con un pincel ancho.
Capítulo 13
Sandra buscó la sombra de un parasol para protegerse de la luz del mediodía. Comenzaba a hacer calor en Santa Cruz y los invisibles pájaros que poblaban los inmensos laureles de Indias
de la plaza del Príncipe competían en sus trinos con el lejano ajetreo de la calle de El Pilar. La periodista esperaba tomando café en la terraza situada en un extremo de la plaza —más bien un parque pequeño, coqueto, decadente—, contemplando sin cansarse el intenso encanto que poseía el lugar, con templete central de música incluido.
Capítulo 19
Sandra colgó, con dudas sobre quién iba a sonsacar a quién. Con Ariosto nunca estaba segura. Podría llegar caminando a su casa en menos de quince minutos. Pero era cuesta arriba. No muy pronunciada, pero lo suficiente para llegar algo acalorada. Como buena santacrucera, prefería ir en automóvil en los desplazamientos largos, y en los cortos, por lo que se decidió a tomar un taxi en Villalba Hervás, la calle adyacente con tráfico rodado. Recordó que debía pedirle la factura al taxista. Por una vez, tenía los gastos de transporte pagados por el periódico.
Era temprano y el tráfico se agolpaba en las entradas de la ciudad, por lo que se circulaba relativamente rápido por las calles del centro. Atrás quedaron la calle de La Marina y la Rambla hasta la altura del quiosco Numancia, una terraza de las de toda la vida, un reducto de descanso y café aislado en medio del continuo pasar de los coches. Si alguien deseaba ser visto en Santa Cruz, se sentaba en aquellas mesas, que actuaban como un pequeño escaparate social. El taxi pasó como una exhalación bajo la bandera tricolor de la Alianza Francesa, en la avenida Veinticinco de julio, y en medio minuto llegó a la plaza de los Patos, donde Sandra se apeó… con su factura.
La periodista cruzó la plaza a la sombra de las palmeras y de los laureles de Indias, sin prestar atención a los antiguos azulejos de los asientos. Estaba demasiado acostumbrada a aquel armónico conjunto de aroma sevillano para detenerse a saborearlo. Giró un par de esquinas y se plantó delante de la casa de Ariosto.
Capítulo39
—Estoy nerviosa, Luisito. —Adela Cambreleng no podía ocultar su ansiedad en la zona de espera de las llegadas en la terminal del aeropuerto de Los Rodeos—. En el cartel luminoso dice que ha aterrizado, pero no la veo salir.
Ariosto miró a su vez el panel informativo del horario de vuelos. Efectivamente, el vuelo de Madrid acababa de aterrizar.
—Tiene que bajar todo el pasaje por la puerta delantera y luego, dependiendo del lugar de desembarco, caminar unos interminables pasillos. Y, finalmente, esperar el equipaje. Ya saldrá, ten paciencia.
A las once de la mañana, la cafetería de llegadas estaba casi llena. El olor a café recién hecho flotaba sobre el bullicio de cientos de conversaciones y el ruido de la máquina cafetera.
Todos los que estaban alrededor de la barra del bar sentían la sensación de haber sido estafados por unos precios inexplicables, pero estaban de acuerdo en que la mejor manera de pasar la espera era tomando un café, en todas sus variantes. Adela había preferido un poleo menta y Ariosto un té, pero era lo mismo; no se libraron del atraco. Quien sí había tomado café fue Olegario, que lo acabó de un trago y se entretenía leyendo el periódico en las butacas.
Capítulo 20
Pocos establecimientos de La Laguna habían sufrido un cambio tan radical como el Venezia —con zeta, a la italiana—, situado enfrente de la cabecera este de la iglesia de La Concepción. De ser una pequeña y oscura cafetería-heladería —como rezaba un cartel encima de la puerta— rodeada de aceras estrechas en la confluencia de Herradores y La Carrera, el punto de mayor atasco del tráfico rodado de la ciudad, pasó a convertirse, con la peatonalización de la zona, en la terraza más estratégica del casco histórico.
PUn punto de encuentro natural para los laguneros que caminaban por las calles más comerciales del centro, un lugar «por donde había que pasar» si estabas en la ciudad. Políticos, periodistas, empleados de banca y algún que otro turista ocupaban de continuo las mesas adyacentes al local. Un cortado rápido si estaba nublado y un capuchino lento cuando lucía el sol.
PLa puerta anodina del Benidorm ocultaba celosamente un inesperado interior. Pasar la larga barra hasta el final y llegar a la zona interior de mesas era como dar un salto al centro de Madrid. La decoración, el mobiliario y hasta los camareros proporcionaban un aire a cafetería de la capital, ya fuera de la calle Huertas o de la Gran Vía. Había un no sé qué en el ambiente
que despistaba a naturales y foráneos. Aquello no era Madrid, estaba claro, pero tampoco recordaba a La Laguna.
Capítulo 26
Marta, como tantos otros laguneros, para evitar la desazón de no encontrar aparcamiento, decidió bajar en el tranvía, que, a pesar de sus innumerables requiebros y paradas, se planteaba como mejor opción que hacer frente a los abusivos precios de los parkings del centro.
Se bajó cerca del teatro Guimerá, una mole decimonónica que no podía ser otra cosa que un teatro, se encaminó a la zona peatonal y en cuatro minutos pasó por delante del Parlamento de Canarias, tristemente embutido en una estrecha calle que minimizaba sin piedad el glamur neoclásico de su fachada. Dio un giro a la izquierda y su estómago tuvo que soportar estoicamente el reconocible olor a tortilla francesa al pasar por delante de La Garriga —los bocadillos que allí despachaban tenían buena fama—, y por fin llegó al restaurante.
Capítulo 28
El alcalde Perdomo estaba inquieto, intranquilo. El rumor de voces en la calle había dejado de serlo y se estaba convirtiendo en un clamor. Le estaban empezando a sudar las manos, a pesar de lo temprano de la hora.
Se levantó de su enorme silla giratoria de piel negra y se asomó a hurtadillas a la ventana de su despacho —la que daba a la plaza del Adelantado—, ocultándose tras los visillos. Una multitud se iba congregando frente al Ayuntamiento. Lo que parecía una reunión espontánea de vecinos había derivado en una manifestación multitudinaria. Algunos de los congregados llevaban pancartas —escritas a mano, lo que evidenciaba que quienes las enarbolaban no habían organizado aquella congregación con mucha antelación—, letreros individuales y la sempiterna bandera republicana, siempre en quinta fila.
Perdomo apartó la vista ¿Qué decían las pancartas? Le costó unos segundos descifrar el mensaje de la más cercana: TODOS CON CATALINA. POR EL DERECHO A UN ENTIERRO DIGNO.
«Increíble», se dijo. Buscó otro de los letreros, que alzaban varias señoras obesas vestidas con ajustada ropa deportiva: SAQUEMOS A CATALINA DE SU ENCIERRO.
¿Se había vuelto loca toda aquella gente? Un tercer mensaje se hizo visible por un momento: QUEREMOS UN ALCALDE CON SENSIBILIDAD. Aquello le impactó. ¿Acaso él no era sensible? ¿No se le conocía por escuchar siempre al vecino descontento? Otra cosaera atender sus demandas, pero escuchar, siempre escuchaba.
Capítulo 52
Esta vez el desayuno tocaba en casa de Sandra, pero como no tenía suficientes provisiones —nunca las tenía— decidieron desayunar en una cafetería del centro de Santa Cruz, El Águila, elección de Ariosto. Heredera de otra con el mismo nombre que, además de servir cafés, fue una institución cultural en la ciudad en los años de posguerra, era ya más una terraza que un local cerrado, y su mayor cualidad consistía en estar situada en el centro neurálgico de la ciudad.
Desayunaron al aire libre, bajo unos inmensos parasoles que daban un ambiente sombrío a las mesas. A pesar de la inclinación del terreno, las bebidas calientes no se salieron de sus tazas. Las llenaban calculando al milímetro el ángulo de declive.
Era temprano para observar el variopinto paisanaje que pasaba por El Águila durante el día. Desde ejecutivos bancarios a grupos de señoras mayores ociosas que parloteaban sin cesar y
de señoras menos mayores descansando de las compras, hasta despistados turistas extranjeros que dudaban eternamente revisando la carta de arriba abajo.
Capítulo 64
—Entraremos por una puerta que hay en el lateral izquierdo, al fondo —informó—. Me sentaré, si no les importa, un par de bancos más allá, desde donde puedo controlar la puerta y la salida del sacerdote.
Ariosto y Sandra asintieron y se dedicaron en los minutos de espera a recibir en sus rostros el calor solar lagunero, que calentaba pero no quemaba, lo que era de agradecer.
Las puertas principales del templo se cerraron cinco minutos después. Era lo usual después de la misa del mediodía. Olegario hizo una señal al cabo de seis minutos: el cura y el sacristán habían salido y pasaron cerca de ellos, camino del centro.
Esperaron cinco minutos más, por si se producía algún movimiento cerca del templo. Solo un par de turistas mostraron su desagrado al encontrarse la puerta cerrada, aunque se contentaron al conseguir entrar en el antiguo monasterio adyacente, actualmente edificio municipal dedicado a exposiciones culturales periódicas.
En un momento determinado, Olegario abrió su bolsa, buscó unos segundos en su interior y extrajo un extraño artilugio metálico. Les hizo un gesto con la cabeza y se encaminó a la puerta lateral de la iglesia. Sandra y Ariosto se levantaron, comprobaron que el número de transeúntes era mínimo y siguieron al chófer despacio, dándole tiempo para que comenzara a trabajar.
Al reunirse con él, la puerta ya estaba abierta y cruzaron el umbral con toda naturalidad. Entraron en la sacristía y oficina de la parroquia. Ariosto conocía el camino y pasaron rápidamente por un par de pasillos y puertas, hasta llegar, casi por sorpresa, a la zona del altar.
El templo era un oasis de sosiego en penumbra, ideal para unos minutos de reflexión, algo que ignoraron los tres intrusos, que se dirigieron directamente al otro extremo de la edificación, junto a la puerta principal.
Se detuvieron frente a la lápida de la familia Rodríguez Felipe. Alrededor de los cuatro bordes se leía la leyenda: «Esta sepoltvra, y entierro es de don Ivan Rodrigvez Phelipe y de D. Beatris Texera Machado y svs descendientes y herederos año del señor de 1715». A Sandra le llamaron también la atención los relieves del escudo familiar: siete cruces de malta y ocho cañones en dos cuarteles, amén de otras figuras heráldicas. Pero lo que destacaba como un neón en la oscuridad era la calavera con las dos tibias en la parte inferior de la losa. Era la calavera que guiñaba un ojo al observador. ¿No sería que se había gastado el mármol justamente encima del ojo y daba esa impresión?, se preguntó Sandra. Solo un experto sería capaz de averiguarlo. Por lo pronto, el ojo guiñaba, lo que aportaba un plus de encanto y misterio al asunto.
Capítulo 69
Ariosto pagó con propina al taxista cuando este se dispuso a marcharse. Había costado bajar aquella caja del maletero del vehículo. Olegario la había envuelto en una bolsa enorme de unos grandes almacenes y sujetado a una carretilla de mano con varias gomas elásticas. Al menos era fácilmente transportable.
El taxi se marchó por el largo muelle del Dique del Este, solitario salvo por un viejo carguero coreano que dormitaba hastiado a unos doscientos metros. Se trataba de un espigón pelado de casi dos kilómetros de longitud flanqueado a su izquierda por cinco tuberías a unos cinco metros de altura. Una muralla de hormigón que se adentraba en el gran puerto de Santa Cruz y cerraba con su presencia el paso a las corrientes del mar abierto. El agua lamía con suavidad la base de aquel aislado malecón y el leve rumor de la actividad humana quedaba lejos, muy lejos. El último signo de habitabilidad había quedado al comienzo del extenso dique, en una caseta de control que siempre se encontraba cerrada.
Ariosto buscó una sombra y no la halló. Se dio la vuelta, frente a él se encontraba el fondeadero norte de los muelles. A bastante distancia, se distinguía una costa de muelles y contenedores a medio utilizar, que tal vez por la mañana tendría movimiento, pero que a aquella hora aparecía desierta. Evidentemente, sin obstáculos por medio, se encontraba en un lugar ideal para ser controlado a distancia.
RESEÑAS
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Durante toda la lectura, Mariano Gambín nos hace vibrar, llevando al lector hasta un punto de querer llegar a la página siguiente para seguir disfrutando del desarrollo del libro, enganchándonos desde la primera página.
- Entrevista en ABC
- Reseña en El club de lectores
- Reseña en el blog Pero qué locura de Libros
- Reseña en el blog El Escobillón
- Reseña en la web Libros y Literatura
- Reseña en el blog Anika entre libros
- Reseña en el blog Libros y Literatura