El oro de Mauritania

Un documento descubierto sobre el hombre más rico de toda la Historia.

Un secreto que está celosamente guardado. Al coste que sea.

Una crisis terrorista internacional en el corazón del desierto del Sáhara.

Un documento descubierto recientemente pone al multimillonario Marcel Twain tras la pista de la tumba del Mansa Musa, rey de Mali que vivió en el siglo XIV, el hombre más rico de toda la Historia. Para encontrarla, reune un equipo competente de arqueólogos que no duda en acompañarle al norte de Mauritania.

Lo que ninguno sabe es que el secreto está celosamente guardado por fuerzas que tienen como único motivo de existencia su preservación. Al coste que sea.

Y lo que ninguno se espera es que su presencia sobre el terreno coincida con una crisis terrorista internacional en el corazón del desierto del Sáhara, en la que se van a ver implicados, muy a su pesar.

CÓMO SE HIZO

Los que me conocen saben que el Sáhara es una de mis debilidades. Ya quedó claro en El viento del diablo, en que nuestra arqueóloga Marta se las vio y se las deseó frente a un terrorista maníaco y a una tormenta de arena incontrolable. En esta nueva novela me llevo a la profesora Herrero a formar parte de una expedición arqueológica, sufragada por un multimillonario canadiense, que anda tras la pista de la tumba de Mansa Musa, un rey de Mali del siglo XIV que pasó a la historia como el hombre más rico del mundo. Lo que se conoce de este monarca africano se puede rastrear en Internet, y nada impide imaginar que tuvo un entierro fastuoso, digno de un faraón. Como dice uno de los personajes, el profesor Dubarry:

—Hemos localizado el lugar de su tumba. ¿Se imaginan lo que nos vamos a encontrar?

Lo que no se imaginan los arqueólogos es que la presencia del multimillonario va aexcitar la codicia de un grupo terrorista, que ve el tesoro en la persona del magnate canadiense.

La idea de escribir una novela en un escenario tan poco conocido para el lector español como es Mauritania, vino favorecida por la visita a ese país hace unos años. Mauritania es un país en plena expansión económica que guarda muchas sopresas sobre su pasado. Tiene incontables yacimientos arqueológicos prehistóricos y, además posee varias ciudades medievales de las rutas de las caravanas que son asombrosas.

En estos últimos años he estudiado los contactos de los europeos con las tribus de la costa de África más próxima a Canarias, y siempre me llamó la atención el denominado castillo de la isla de Arguim. Ese castillo estuvo en pie unos trescientos años en la bahía que ahora se llama Arguin, muy cerca de la ciudad costera de Nouadhibou, y fue un punto de contacto con las tribus azenegues del interior. La fortaleza fue destruida por completo en el siglo XVIII y nunca más se levantó, y hoy día apenas se distinguen las ruinas derrumbadas de lo que en otro tiempo fue un castillo al estilo europeo.

Más interesante aún fue el intento de los portugueses establecidos en la isla de establecer una factoría en una de las principales ciudades caravaneras, Uadán, y tratar de desviar el tráfico caravanero que cruzaba el Sáhara hacia la isla. No tuvieron éxito, como era de esperar, pero la presencia efímera de los lusos en la zona dejó su huella, hasta tal punto que el camino que va desde la costa a Uadán se sigue llamando la ruta de los portugueses, y la extraña y pequeña fortaleza de Agwedir, a unos escasos kilómetros de Uadán (cuyas ruinas, declaradas Patrimoio de la Humanidad, son una maravilla), se le denomina todavía el castillo de los portugueses, aunque las posibilidades de que fuera construido por europeos es mínima.

La leyenda del rey de Mali Mansa Musa, cuyos dominios llegaron en el siglo XIV hasta Mauritania, junto con la de los castillos portugueses, me inspiró para crear un ficción que los reuniera. Estas historias medievales las actualizé con la presencia de grupos terroristas, imaginada, pero con mucho de realidad, que siguen haciendo de las suyas en el Sáhara y en el Sahel, a pesar de la presencia continua sobre el terreno de contingentes militares franceses y de otros países, entre ellos España.

Que algunas zonas del Sahara no son seguras es algo que vemos todos los días en las noticias, aunque en la propia Mauritania, como se dice en la novela, no ha ocurrido nada desde 2008 (y que siga así). Y la estabilidad política de los paíes del interior también es bastante endeble: baste con recordar el último golpe de Estado en Chad en abril de 2021 para confirmarlo.

Toda esta conjunción de temas me dieron pie a escribir una novela como esta. Un thriller arqueológico que se convierte en una road movie de acción en pleno desierto y que concluye en un escenario fascinante: Taudeni. Uno de los lugares más inhabitables del mundo, donde el calor y la sal provocan la deshidatración rápida de todo ser vivo. Allí hay minas de sal explotadas desde hace siglos, y allí se levantó un cuartel para vigilar la nada, y una cárcel donde los presos políticos entraban y nunca salían.

Con esta novela vuelvo al Sáhara, que no perderé de vista, aunque tardaré un poco en retomar. Hay otros proyectos interesantes y novedosos que me llaman la atención y que espero que sean del agrado de los lectores.

Disfruten, y prepárense a pasar calor.

PERSONAJES

ESCENARIOS

El oro de Mauritania

Nouakchott

Nouakchott.

Su vehículo pasó de un desierto salpicado de raquíticos arbustos a un extraordinario paisaje de caos circulatorio y urbanístico, con cientos de automóviles en movimiento continuo por las cuadradas manzanas sin un solo semáforo que dirigiera el tráfico en los cruces. Descubrió que el único momento en que un mauritano tenía prisa era cuando estaba con las manos en el volante, tratando de arañar un centímetro de espacio al coche que se encontrase delante oal lado, en una competición sin fin, como una prueba a superar encada una de las decenas de intersecciones por las que circulaba.
Este caos circulatorio frenético contrastaba de modo admirable cuando el mauritano se bajaba del coche. Entonces, sus movimientos se volvían cadenciosos, tranquilos, como si temiera sufrir un golpe de calor si se atreviera a actuar con un mínimo de prisa. En las calles principales circulaban todo tipo de vehículos: camiones atestados de personas, fruta o ganado; bicicletas herrumbrosas a punto de descomponerse; carros tirados por burros guiados por jovenzuelos con un pequeño látigo en mano; microbuses abarrotados de usuarios, algunos jugándose el bigote con el cuerpo colgando en el exterior; y, sobre todo, turismos, de todas clases, sobre todo de la marca Mercedes Benz, unos nuevos y otros desvencijados, cuyos componentes amenazaban con ir cayéndose a pedazos.
En Nouakchott también saltaba a la vista el desorden urbanístico. En algún sitio, Reeves había leído que la ciudad surgió de la nada a comienzos de los años sesenta, con la llegada de la independencia, sobre un erial cercano al mar. Para aprovechar la bondad de los vientos del océano que atemperan el calor del Sáhara, se trazó un conjunto de líneas sobre la llanura que fue la base de las distintas calles de la capital. Se dispuso una serie ordenada de cuadrículas, pero hasta ahí llegó el orden. La construcción, muchas veces autoconstrucción, de una ciudad que creció y sigue creciendo a pasos agigantados, no siempre se adecuó a los cánones europeos de estética y armonía, ni tampoco a las alineaciones y rasantes más básicas. La diversidad de la tipología constructiva en Nouakchott invitaba a pensar que tal vez esa ciudad podría ser una inmensa exposición de cómo se construye en todo el mundo. Allí se podía encontrar un rascacielos de cristal junto a una chabola de chapa y madera, a menos de cien metros de su entrada. Reeves notó la incongruencia de estilos y maneras, y le gustó. Aquello era África.

El oro de Mauritania

Arguin

Arguin.

—¿Dónde se supone que está el castillo? —Preguntó Sophiecuando la barcaza que los transportaba llegaba a la orilla de la isla de Arguin.
Frente a ella, bajo un sol de tarde que seguía apretando, aparecía un paisaje desolado, prácticamente llano, sin sombras, en el que no descollaba ninguna construcción similar a una fortificación. Tan solo unas casuchas bajas de construcción relativamente reciente cerca de la playa y una estructura, sin techo, claramente occidental, a un lado.
—¿Qué es ese edificio? —Preguntó Marta.
—Una factoría de pescado francesa —respondió Dubarry—. Utilizaron piedras del castillo para levantarla. Como se ve, está abandonada.
El grupo de arqueólogos, incluyendo a Twain y al coronel Bajtar, desembarcaron en una playa de arena rubia en la que no se veía la menor pisada. A unos cincuenta metros, un par de pescadores nativos miraba con curiosidad, y algo de recelo, a los recién llegados. Bajtar y el teniente Massida se acercaron a ellos y les explicaron el motivo de su presencia allí. Los pescadores asintieron sin exhibir ninguna sorpresa y se marcharon a sus casas.

El oro de Mauritania

El ojo de África

El ojo de África.

Capítulo 40: “—¡Dios mío! —exclamó Sophie—. ¡Es mejor de lo que me habíaimaginado!
El helicóptero había sobrevolado durante horas un insulso desierto ocre de extensiones de arena interminables, hasta llegar a un macizo rocoso gris, con tonalidades de marengo aquí y allá. La llanura se había convertido en montaña desértica, surcada de vez en cuando por el cauce sinuoso de un río seco desde hace milenios. En el borde de la sierra, en el lugar donde se fundía con otro mar de arena sin fin, apareció la población de Uadán. Pero la atención de Sophie se centraba más allá, en dirección al este. Un gigantesco anillo de círculos concéntricos, uno dentro de otro, se divisaba a lo lejos desde la carlinga. Todos los ocupantes dirigieron su mirada hacia aquella maravilla natural.
—El ojo de África lo llaman —dijo Dubarry—. Es la estructura de Richat, una curiosidad geológica para algunos, el impacto de un meteorito para otros. Tiene un diámetro de casi cincuenta kilómetros y solo es visible desde el aire. Los astronautas la ven cada vez que pasan por encima de nuestras cabezas. La verdad es que parece un ojo humano desde el espacio”.

El oro de Mauritania

Uadán

Uadán.

Capítulo 40: “—¿No íbamos a Uadán? —preguntó Reeves—. Pensé que tendríamos que buscar en las ruinas del viejo ksar.
Como si estuviera sincronizado con las palabras del arqueólogo estadounidense, el helicóptero pasó por encima de un conjunto informe de ruinas en alto, al borde de la desembocadura de lo que en otro tiempo pudo ser un río. Junto al recinto antiguo, que aparecía rodeado por un muro, se extendía la ciudad moderna, con sus calles trazadas en esa mezcla de casas sueltas y juntas que formaban manzanas a medio construir, tan típica de aquella zona de África.
—Aunque esta zona antigua de la ciudad que vemos, el Ksar Al Kiali, es en realidad los restos de una fortalezaciudad de la Edad Media, no es nuestro objetivo final.
Todos contemplaron un espacio de grandes dimensiones completamente abarrotado de edificios de una altura, la mayoría derruidos, apoyados unos en otros y surcados por estrechas calles oscuras, que parecían senderos en medio de aquel mar de piedra y adobe. A su lado, abajo, en el valle, un hermoso palmeral verde contrastaba con el color gris oscuro de las construcciones”.

El oro de Mauritania

Fuerte de Agwedir

Fuerte de Agwedir.

Capítulo 44: “—El castillo de los portugueses —dijo Dubarry, ahí lo tenéis—. Su nombre local es Agwedir.
—Está en muy malas condiciones —dijo Sophie.
—El adobe, si no se renueva constantemente, es poco enemigo frente al paso del tiempo —añadió Reeves.
—Esos muros tienen al menos cuatrocientos años, si no más —Dubarry se colocó una gorra clara, el sol comenzaba a caer con dureza—. Y la cerca protege unas construcciones, tal vez de una aldea, que se levantaron alrededor de la fortaleza.
—Pero no veo que se haya excavado por aquí —opinó Marta.
El coronel Bajtar habló con uno de los militares locales y este abrió el candado de la puerta de la cerca.
—¿Nos acercamos? —preguntó en voz alta y comenzó a avanzar sin esperar a nadie.
El grupo siguió por un estrecho camino marcado en el suelo en dirección a uno de los lienzos de muralla, el más derruido y por el que se podía acceder al interior del fortín. Los componentes de la expedición escalaron la cuesta y entraron en el recinto fortificado. El interior, de unos cien metros de largo por cuarenta de ancho, era un llano de tierra sin ninguna entrada a la vista. En las esquinas se podía ver los ladrillos de adobe de la parte interior de las torres esquineras”.

El oro de Mauritania

Minas de sal de Taudeni

Minas de sal de Taudeni.

Capítulo 85: “Unos cincuenta kilómetros más adelante, la arena roja comenzó a compartir el pavimento con piedras y tierra gris blanquecina. Costrones de sal gema afloraban desperdigados en la llanura. Druktar notó en las fosas nasales que el aire se volvía más seco aún. Era el efecto de la sal, que aumentaba la sensación de calor y multiplicaba la deshidratación de cualquier ser vivo que anduviera por allí. El argelino sabía que, en unas horas, toda la cuenca deprimida de Taudeni, por debajo del nivel del territorio circundante, se convertiría en un horno insoportable para los seres humanos, pero sobre todo para los occidentales. Iba a ser su mejor arma contra los que le perseguían.
Taudeni no era una localidad al uso. Carecía de una urbanización planificada y con servicios públicos, y consistía en un conjunto de casuchas de piedra de sal arracimadas en torno a los agujeros cuadrados de donde se extraían las lascas de sal. Luego, con cinceles, se les daba forma de piedras planas o lápidas, que era su modo de presentación para la comercialización en aquel lugar desde hacía siglos. La mano de trabajo esclava había sido sustituida por hombres libres, aunque las condiciones en que se desarrollaba su labor no había cambiado casi nada con el paso del tiempo. En los meses del verano, los setecientos trabajadores que se distribuían por los huecos de la planicie, quedaba reducidos a pocas decenas, los más valientes, o los más desesperados, para trabajar en unas condiciones insufribles”.

El oro de Mauritania

Cárcel y cuartel de Taudeni

Cárcel y cuartel de Taudeni.

Capítulo 85: “En realidad, el sitio en el que había decidido esperar la ayuda no era el de las minúsculas minas individuales de sal por las que circulaba, sino donde habían estado enclavadas la prisión y el cuartel militar, unos ocho kilómetros al Norte. Aquel enclave era perfecto para aguardar la llegada de los franceses que le perseguían. Iban a conocer de primera mano lo que era un entorno hostil. Y no solo por la resistencia que se proponía ofrecer. Su aliado era el calor del sol. Un horno que preveía para aquel día que llegaría a los cuarenta y ocho grados a la sombra.
«Mejor que mejor», se dijo.
El automóvil llegó por fin a las ruinas de unas estructuras de piedra que no daban muchas pistas sobre su finalidad original. Eran edificios sin techo, abandonados desde hacía décadas, entre los que sobresalían, en la arena, carcasas de vehículos militares a los que habían despojado de cualquier elemento desmontable”.

El oro de Mauritania

Mansa Musa

Mansa Musa.

Capítulo 6: Dubarry se giró y recibió de HewlettPeyton el mando del cañón de imágenes que colgaba del techo. Pulsó un botón y una imagen apareció en la pantalla. Todos la reconocieron al instante. Era un detalle de un mapa medieval, el portulano de Abraham Cresques, fechado en 1312, en el que, en el continente africano, aparecía la figura de un rey negro sentado en un trono, rodeado de un grupo de castillos y palacios. En su mano portaba una bola dorada.
—Ahí lo tienen, el mítico Mansa Musa —prosiguió Dubarry—. Emperador del imperio de Mali en el siglo XIV, que se extendía en lo que hoy es Mauritania, Mali y el norte de Níger. A pesar de su carácter legendario, fue un personaje real. Muchos testimonios lo confirman. Fue el hombre más rico de la Historia. Se sabe que en 1324 peregrinó a la Meca acompañado de sesenta mil hombres y doce mil mujeres ataviados de seda que portaban barras de oro de cuatro libras de peso por cabeza. Esta increíble comitiva, compuesta de centenares de camellos y caballos cargados de oro, cruzó el Sáhara por el camino largo de las caravanas, el de Egipto, y pasó por El Cairo, donde su largueza en el reparto de oro en polvo y en pepitas entre los habitantes de la ciudad provocó la devaluación de ese metal durante más de una década.



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