Un peligro inconcebible. Una misión inevitable.
La víspera del Carnaval de Río de Janeiro es un momento en el que solo cabe pensar en divertirse. Luis Ariosto se reúne con Antoinette de Montparnasse en la ciudad carioca para disfrutar de unas vacaciones merecidas.
Pero sus planes se ven interrumpidos inesperadamente durante la recepción al presidente de Rusia de visita en Brasil. Un peligro inconcebible es descubierto por la francesa. Ariosto y Antoinette se convierten en poseedores de un secreto vital por el que los servicios secretos de varios países están dispuestos a matar.
Una frenética huida les llevará por los lugares más insospechados de Río, París y Venecia en su intento de cumplir una misión inevitable que el destino les ha impuesto.
Luis Ariosto te invita a hacer un viaje inolvidable.
CÓMO SE HIZO
El lector curioso de mis novelas sabe que una puerta había permanecido abierta unos cuantos años. En La casa Lercaro, Antoinette de Montparnasse citaba, a través de un jeroglífico, a Luis Ariosto en el Copa en Carnaval. El Copa es el hotel Copacabana Palace en Rio de Janeiro y el momento es el del Carnaval más famoso del mundo.
Ariosto hace ahora honor a la invitación y vuela a Rio de Janeiro para encontrarse con Antoinette, acompañado por su chófer Sebastián, quien aprovecha el viaje para reencontrarse con viejos amigos en la ciudad carioca.
Las extraordinarias facultades paranormales de Antoinette le van a jugar una mala pasada, al convertirse, de modo involuntario, en poseedora de un secreto vital por el que los servicios de inteligencia de varios países están dispuestos a matar.
Una frenética huida les llevará por los lugares más insospechados de Río, París y Venecia en su intento de cumplir con una misión inevitable que el destino les ha impuesto.
Aunque esta novela no transcurre en La Laguna, creo que perfectamente integrable en la serie Ira Dei, ya que los principales personajes provienen de ella. En este caso, los hago viajar fuera del Archipiélago Canario en una trama de novela de espías que espero que haga disfruta al lector, eso sí, con el corazón en un puño, por escenarios muy variados de tres de las ciudades más elegantes del mundo.
El trabajo de documentación ha sido largo y profuso. Todos los escenarios de la novela, y son unos cuantos, son reales y visitables. Si tienen la oportunidad, dénse una vuelta por el museo Chácara do Céu o el Morro da Urca de noche, bajen a las catacumbas de París o piérdanse en el Louvre o, si lo prefieren, visiten el campo de San Maurizo o la iglesia dei Greci, con sus torres venecianas inclinadas.
La Igual que cambian los lugares donde transcurre la trama, nos alejamos momentáneamente de La Laguna, aparecen nuevos personajes, algunos rescatados de otras novelas que, quién sabe, tal vez pidan paso en una nueva narración.
Me apetecía saber cómo podrían desenvolverse los personajes de la serie Ira Dei fuera de su entorno cercano. Yo ya lo sé. Ahora le toca al lector descubrirlo.
PERSONAJES
ESCENARIOS
- Gough Street, Londres
- Aeropuerto Santos Dumont. Río de Janeiro.
- Playa de Copacabana
- Botequim de Rogério sem Dentes
- Teatro de Arte Moderna
- Palacio de Laranjeiras
- Morro da Urca
- Cota 200
- Jockey club
- Feira de San Cristovão
- Chácara do Céu
- Morro da Formiga
- Restaurante Cipriani. Hotel Copacabana Palace.
- Avenue Montaigne. París.
- Rue de Saint-Louis. París.
- Hotel Copacabana Palace
- Le Griffonier
- El Louvre
- Catacumbas de París
- Le Meurice
- Gran Canal. Venecia.
- Ribera de la Piazza San Marco
- Campo de San Stefano
- Campanile de Sam Marco
- San Giorgio dei Greci
- Hotel Danieli
- Ballo della Contarini
Capítulo 1.
Grigori Pavlov salió de la sombra una vez estuvo seguro de que todas las luces del edificio estaban apagadas. Un frío húmedo se había instalado en sus huesos tras cuatro horas de espera en Gough Street, un estrecho callejón peatonal que se bifurcaba de modo sinuoso dentro de la amplia manzana existente entre Fleet Street y Holborn Circus, una más de las típicas del barrio londinense de Holborn. Se acercó con determinación a uno de los edificios, extrajo una llave del bolsillo de su largo abrigo negro y abrió la puerta del portal del número catorce en dos segundos.
Capítulo 5.
El Ilyushin realizó una trayectoria amplia de aproximación, lo que implicó dar un giro extenso sobre la ciudad ofreciendo al pasaje unas vistas espléndidas de las playas de Flamengo y Botafogo y de la ciudad de Niterói, al otro lado de la bahía. A continuación, el aparato enfiló hacia la pequeña península que ocupaba el aeropuerto y su pista de aterrizaje, que la atravesaba de lado a lado. Cualquier viajero se preguntaría si la longitud del asfalto sería suficiente para lograr frenar un trasto como aquel. Al fondo, la superficie del agua de la bahía de Guanabara resplandecía ante la luz del sol de la tarde como un espejo. A pesar de la altura, comenzaba a apreciarse que la ciudad hervía de vida, los automóviles se desplazaban de un lado a otro y miles de diminutas figuras poblaban, inquietas, las avenidas y las playas adyacentes. Los edificios del centro de Río, algunos de altura considerable, se alternaban aquí y allá con nichos de frondosa vegetación, como si la selva tropical reclamara cuotas de participación ante el cemento y el cristal.
Capítulo 8.
La suite se encontraba en el último piso y tras salir del elevador y recorrer un pasillo impecablemente alfombrado, con las paredes de color café con leche, llegaron a la puerta de la habitación. Ariosto abrió y el botones depositó la maleta en el interior. Tras la entrega de la correspondiente propina, Ariosto quedó solo. Se adentró en el habitáculo. Un saloncito con un tresillo era la antesala de un dormitorio amplio decorado con suntuosidad en tonos cremas y blancos con un enorme y brillante cuarto de baño incorporado. Se acercó a la ventana y corrió el visillo. Las vistas sobre la playa de Copacabana y sobre la entrada a la bahía eran espléndidas. Cientos de bañistas aprovechaban el verano austral para darse un chapuzón vespertino. Abrió la puerta del balcón y salió al calor del exterior. Observó a ambos lados. Bajo un cielo azul radiante, contempló a su izquierda, la montaña verde de los morros de Leme y Urubu, cuya vegetación descendía hasta el agua color turquesa del final de la playa. A su derecha, la curva de Copacabana, que finalizaba en la pequeña península donde se encontraba el Forte, una fortaleza cubierta de hormigón que ofrecía un extraño perfil, a medias futurista, a medias surrealista, al final del paseo. Ariosto aspiró el húmedo aire caliente y asumió de golpe que se encontraba en Rio de Janeiro, la ciudad maravillosa.
Capítulo 9
En efecto, en apenas cinco minutos llegó al boteco Bar do Rogério, un local de bebidas profundo y estrecho, provisto de una barra barnizada que se adentraba en su interior, y donde convivían taburetes de madera con cajas de cascos de botellas en perfecta armonía. Olegario se acomodó a mitad de la barra y esperó a que el encargado le preguntara para pedir una cervejinha.
Una de las características de aquel boteco era la sensación de abarrotamiento en todas sus paredes. Al otro lado de la barra, en estantes a distinta altura, Olegario repasó con la vista cientos de botellas con los contenidos más diversos, desde los clásicos rones y whiskies hasta bebidas con nombres desconocidos, cuya composición era más desconocida aún, como el refresco de Guaraná Antárctica o los zumos de açai, de bacerola o de bacuri. Al lado de las botellas, ocupando los espacios entre estantes, colgaban decenas de objetos de lo más variopinto: banderines del equipo de fútbol del Flamengo; instrumentos polvorientos de cuerda y de viento, estos últimos oxidados; radios antediluvianas; relojes parados; figurillas de budas sentados; sombreros de cestería y hasta el cuerno de un bóvido ignoto reconvertido en recipiente para líquidos. Con toda seguridad cada uno de aquellos objetos tendría significado para el propietario del local, mientras que para el visitante era un modo estupendo de distraer la vista mientras bebía.
Capítulo 10.
Ariosto llegó al Museu de Arte Moderna y la conferencia había comenzado diez minutos antes. El tráfico a aquella hora de la tarde era más denso de lo que él esperaba y el retraso fue inevitable.
Además, se confundió de edificio, ya que se dirigió al mu-seo, un rectángulo de cristal apoyado en decenas de uves de hormigón armado, muy moderno a todas luces. El museo proponía espacios diáfanos amplios, en los que paneles blancos delimitaban las obras expuestas, que resaltaban sobre el suelo de madera oscura. A pesar de las enormes cristaleras con vistas a los jardines adyacentes y algo más lejos, al Paõ de Açúcar, el interior aparecía iluminado con luces cenitales y laterales indirectas que aportaban un ambiente de van-guardia a todo el edificio.
Capítulo 11.
Rudin halló el interior del palacio en consonancia con el exterior. Una magnífica escalera de mármol; muebles de maderas nobles; lámparas de araña y apliques suntuosos; suelos de parqué brillante; alfombras; tapices y cuadros con pinturas clásicas hicieron que el primer mandatario ruso se sintiera como en casa. «¿Hubo zares aquí también?», se preguntó. Y es que parecía que visitaba una estancia más del palacio del Hermitage, en San Petersburgo, su preferido.
La cena de gala se celebró en el comedor principal, una estancia de dos alturas con un hueco amplio en su centro que le recordó a Rudin el patio cubierto de una biblioteca de lujo. Una alfombra gigantesca cubría casi todo el pavimento y las paredes forradas de madera clara se ocultaban tras consolas de mármol, cuadros, espejos, relojes rococó y cortinajes claros. En el centro del salón, una mesa alargada para diez comensales absorbía la atención de cualquier visitante.
Capítulo 12.
Toda la ciudad de Rio aparecía iluminada ante su mirada. El brillo de millones de luces destacaba sobre la negrura de las zonas selváticas y se reflejaba en el agua de las playas de Botafogo y Flamengo, justo enfrente de él. Decenas de embarcaciones se mecían en la encantadora bahía de Botafogo, a sus pies. Solo las cumbres aparecían perfiladas por el débil resplandor del sol en su ocaso. La noche caía sobre una ciudad rebosante de luz y de vida.
–Es absolutamente impresionante –musitó–. Bellísimo.
–Sabía que te gustaría. Por algo la llaman la cidade maravilhosa –dijo Antoinette. Señaló al frente–. Allí tienes el Corcovado y sobre su cima el Cristo Redentor.
La figura del Cristo con los brazos abiertos lucía iluminada sobre la cumbre lejana, como un faro de luz sobre la ciudad.
Capítulo 12.
Ariosto se dejó llevar por Antoinette en dirección a una edificación futurista que se encontraba a unos cincuenta metros. Unas paredes de cristal que permitían ver el interior aparentaban soportar un techo que asemejaba una inmensa lona blanca apoyada en pilares metálicos. A Ariosto le recordó la cubierta del estadio olímpico de Munich. La construcción albergaba un restaurante de vanguardia: el Cota 200.
Antoinette recordó al recepcionista la reserva que tenía y fueron conducidos a una de las mesas. Ariosto ayudó a sentarse a su acompañante y lo hizo a su vez. Miró a su alrededor. Un interior de paredes claras y algún perfil metálico bronce ofrecían un ambiente moderno y acogedor al mismo tiempo. Todas las mesas poseían adornos de flores, en las que predominaba el color amarillo.
Capítulo 15
El bar del Jockey Club se encontraba en lo alto de un edificio destinado a grada cubierta en un gigantesco hipódromo situado en el centro de la ciudad, entre la playa de Leblon y la laguna Rodrigo de Freitas, frente al barrio de Gâvea. La fachada del edificio, de los años veinte del siglo pasado, le recordó a Ariosto en una primera impresión al casino de Montecarlo. «Los edificios antiguos de la ciudad evocan a Francia», pensó Ariosto. Era un lugar muy concurrido donde se celebraban carreras de caballos cuatro veces por semana, y un viernes por la noche el espectáculo terminaba tarde.
Capítulo 16
El Centro Municipal Luiz Gonzaga de Tradições Nordesti-nas, o lo que es lo mismo, la feira de San Cristovão, es un lugar único en el mundo. Olegario llegó a esa conclusión en cuanto se introdujo en el recinto. Por fuera parecía una curiosa mezcla de estadio olímpico y de anfiteatro romano, pero dentro, sorprendiéndolo, se encontró con distintos espacios de música y unas setecientas barracas o locales de gastronomía y venta de toda clase de productos provenientes del nordeste del país. Muchísimas personas circulaban por aquella increíble construcción al son de distintos ritmos y al olor de diversas comidas típicas brasileñas. «Una orgía sensorial, como diría Ariosto», se dijo Olegario. La animación del ambiente cautivó de inmediato al chófer, llevado casi en volandas por una Neusa extasiada.
Capítulo 18
Otro taxi les llevo al Chácara do Céu, un pequeño museo situado en lo alto del cerro del barrio de Santa Teresa, uno de los más populares de la ciudad. Si hubieran tenido tiempo, habrían tratado de tomar el pintoresco tranvía que ascendía al barrio. Tal vez lo hicieran a la vuelta, se dijeron.
El Chácara do Céu era un edificio de los años cincuenta, de líneas vanguardistas para la época, levantado sobre el solar que ocupaba un palacete del siglo XIX, derribado al efecto. Diseñado como vivienda, fue reconvertido por su propietario, Castro Maya, en un centro de exposición de arte brasileño e internacional. Ariosto y Antoinette se enfrentaron a líneas rectas y funcionales en su exterior, no demasiado llamativas, pero que no desentonaban con el conjunto de jardines tropicales que las rodeaban.
Capítulo 20
Terminado el desayuno, tomaron un taxi que les llevó por varias calles empinadas a una casa en lo alto del Morro da Formiga, un sector humilde del barrio de Tijuca. Las viviendas se encaramaban en la acusada pendiente del morro, una montaña verde en medio de la ciudad, y Olegario entendió por qué habían utilizado el automóvil. Ya hacía calor y de haber subido a pie habrían llegado agotados.
Capítulo 27.
El elevador los bajó a la planta baja y cruzaron el vestíbulo y pasillo que los llevó al Cipriani, el restaurante del hotel. Una decoración clásica en tonos amarillos los recibió amablemente, al igual que el solícito maître, que los condujo a una mesa con vistas a la piscina.
Ariosto notó con alegría que Antoinette se encontraba completamente repuesta, incluso sonriente. Les entregaron la carta del restaurante. Ariosto buscó en su chaqueta y se puso las gafas de cerca.
–Unos platos de cocina italiana con títulos sugerentes: Contra Filé de Wagyu com Espuma de Café o Filé de Cordeiro em Crosta de Pistache com Tagliolini de Cenoura.
–Y luego se quejan de la ornamentada fantasía del nombre de los platos en los restaurantes franceses –comentó Antoinette.
El taxi los había dejado en el número 51 de la avenue Montaigne, en pleno corazón del París de la moda. Ariosto echó un vistazo a la avenida. La nutrida hilera de árboles desnudos y fríos, a ambos lados de la calle, aparecía a tono con el final del invierno francés. Establecimientos míticos se sucedían uno tras otro a lo largo de la vía: Dior, Giorgio Armani, Jilsander, Prada, Loëwe, Yves Saint Laurent, Nina Ricci, Versace, Chloé, Fendi, Gucci, Dolce & Gabbana y otras muchas firmas más en las que el precio de las etiquetas de sus prendas en venta quitaba el hipo. Todos cerrados, era domingo. A pesar del ambiente de lujo selecto tan del gusto de Ariosto, a este solo le interesaba un edificio, el que tenía enfrente, donde destacaba la sede de Chanel, y un poco más allá, la de Fendi. Una elegante fachada de cuatro pisos de altura rematada con buhardillas parisinas aparecía interrumpida por una altísima puerta de madera de cedro, en cuyo marco superior se encontraba encastrada una ventana. «Curioso el diseño de puerta y ventana en una pieza», pensó Ariosto. En lo alto, el busto de la diosa Fortuna escoltada por dos cabezas de Hércules y otras de leones, más pequeñas, lo miraban fijamente, como disuadiéndole de llamar a la puerta.
Capítulo 46.
La rue de Saint–Louis, la segunda dirección que había proporcionado Adela a Ariosto, no parecía París. Se trataba de la calle que cruzaba a lo largo la isla del mismo nombre, en medio del Sena y justo al lado de la Île de la Cité, donde se encontraba la catedral de Notre Dame. El aspecto de la rue de Saint–Louis era el de una calle de cualquier pueblo de la Provenza: estrecha, llena de tiendas encantadoras y acogedora. Muy del Mediodía francés. A pesar de estar en pleno invierno, se podía ver algunas flores en las ventanas. Ariosto se sintió transportado a otro lugar. Era una burbuja de lavanda en medio de la ciudad.
Capítulo 8.
El taxi dejó la playa de Copacabana y la avenida Atlántica a su izquierda y entró en el estrecho carril semicircular de acceso rodado al Hotel Copacabana Palace. Detrás de unos frondosos árboles, bajo cuya sombra destacaba la estatua en bronce de un paseante, apareció la sobria e imponente mole de ocho plantas del hotel. «Un estilo hotelero de los de antes», pensó Ariosto cuando el automóvil se acercó a la puerta de cristal de la entrada.
Capítulo 47
Por fin salieron a la place Beauvau y Antoinette dejó atrás la sensación de encontrarse encerrada en un edificio oficial. Tal vez fuera la imagen mental que le producían los barrotes de la enorme verja de la entrada. Doblaron la primera esquina a la izquierda y a la mitad de la calle destacaba el cartel del local: Bistró a Vins, todo un reclamo.
Entraron y comprobaron que todavía no estaba lleno. Ocuparon una mesa para tres al otro extremo de la barra, justo delante de una fotografía de unos viñedos franceses que ocupaba toda la pared.
Una camarera les dejó sendas cartas y Antoinette observó que la lista de vinos era larga y que los precios de las botellas contenían muchas cifras, algo serio.
Capítulo 55.
Se adentró en la primera gran sala a su derecha, un espacio muy amplio donde, en tres de sus paredes rivalizaban cuadros de todos los tamaños. Desde uno gigantesco que llegaba desde el suelo al techo a otros de tamaño reducido. Pero el que le interesaba estaba al fondo. Un cuadro pequeño, protegido tras un panel de cristal, al que se le dedicaba toda una pared: La Gioconda. La obra más famosa del Louvre. Y allí sí, arremolinados en torno al retrato, había cientos de personas empujándose entre sí por acercarse lo más posible a la pintura. Y no solo para observarla de cerca, sino para algo que parecía ser mucho más importante: hacerse una foto tipo selfie con el cuadro detrás.
Galán había propuesto a Ramos que se tomaran un café a la salida de la mansión de los Fitz-Stuart. El subinspector sabía que en realidad era una invitación a que debatieran sus respectivas conclusiones.
Optaron por dirigirse a la plaza de la Concepción, el lugar más animado de la ciudad desde que se peatonalizó el centro histórico. El cambio que había sufrido aquella zona tras el cese del tráfico rodado era espectacular, a mejor, por supuesto. Una vez visto el resultado, los laguneros se preguntaban por qué a nadie se le había ocurrido hacerlo antes. A todas horas del día y a primeras de la noche, las vías laterales y el fondo exterior este de la iglesia se veían llenos de gente ocupando las terrazas de las cafeterías de la zona, tanto las veteranas como las nuevas que habían ido surgiendo. La animación era la tónica del lugar, donde era difícil conseguir una mesa para tomarse algo en condiciones normales, e imposible si el día estaba bueno.
El ojo entrenado de Ramos observó a una pareja pagando la cuenta en una de las mesas del Benidorm, por lo que indicó a Galán que se aproximaran para ocuparla en cuanto los clientes se marcharan. Así lo hicieron y, una vez sentados, ordenaron los cafés al camarero que se les acercó.
Capítulo 60.
Antoinette quedó muda de asombro. Ante ella, por todos sus lados, se levantaban muros de huesos y cráneos perfectamente alineados unos encima de otros hasta llegar al techo. Había miles. Cientos de miles de huesos. De repente, sintió una fuerte opresión en su mente.
–¡Dios mío! –musitó–. ¿Qué es esto?
–El resultado del traslado del contenido de dos cementerios de la superficie aquí abajo. ¿No es fantástico?
Antoinette dudó de que fantástico fuera el término apropiado. Era el espectáculo más macabro e irreverente con el que se había enfrentado en su vida. Delante de ella habría más de doscientos mil individuos desmembrados y apilados sin más orden que el de la tipología ósea. Cráneo con cráneo, fémur con fémur, pero nada más. Todos los vestigios de la personalidad de cada fallecido habían desparecido.
Capítulo 61.
La estancia no desmerecía en nada la descripción de Antoinette. Era un salón del siglo XVIII. En realidad, como se decía en el menú, estaba inspirado en el salón de la Paz del palacio de Versalles. Daba la impresión de que, de un momento a otro, haría su aparición el rey Luis XV en toda su esplendorosa grandeza, acompañado de la Pompadour.
El ambiente era completamente barroco. El piso se encontraba revestido con una mullida alfombra ilustrada con laureles imperiales. Las paredes, recubiertas de relieves orna-mentales de distintos vegetales, se alternaban con enormes ventanales y frescos ovoides con insulsos motivos pastorales. Cuatro enormes lámparas de araña, con miles de piezas de cristal, iluminaban las mesas redondas y obligaban a elevar la vista para contemplar cómo todo el techo era un inmenso fresco con imágenes de diosas del mundo clásico en actitud distante.
Capítulo 66.
A partir de ese momento desaparecieron los edificios del siglo XX y desfilaron ante sus ojos una serie interminable de palacios levantados entre los siglos XIV y XVIII. Todos ellos con sus enormes pilotes pintados en blanco y rojo en espiral, donde se amarraban las embarcaciones que se dirigían a las puertas de las casonas que daban directamente al canal. Cada palazzo contenía la historia de una familia y rivalizaban entre ellos en la decoración de sus fachadas y la grandiosidad de su volumen.
–Me encanta el Gran Canal –comentó Ariosto, que no per-día detalle de las antiguas edificaciones construidas prácticamente sobre el agua–. Cada vez que paso veo algo nuevo. ¿Sabes que un embajador francés dijo a finales del siglo XV que era la calle más bella del mundo?
–Es una ciudad muy bonita, única –asintió Antoinette–. Y el Gran Canal es espectacular. Lástima que no podamos disfrutar de todo esto como se merece.
Ariosto abrazó a la francesa en un intento de que se abstrajera de su angustia. Por delante de sus ojos pasó el reflejo edificatorio de los tiempos en que Venecia fue una potencia marítima, siglos atrás. Palacios con nombres tan sugerentes como Giovanelli, Quierini, Belloni Battagia, Barbarigo, Foscarini y muchos más fueron quedando atrás a medida que la lancha se acercaba a la curva del ponte Rialto, la joya del Gran Canal.
La ribera estaba repleta de turistas que llegaban o esperaban para tomar los múltiples barcos que les transportarían al Gran Canal o a otros lugares de la ciudad. Anya se abrió paso entre el gentío de los embarcaderos y consiguió algo de espacio al cruzar entre las dos columnas, una con un león alado en su cúspide y otra con un santo, san Teodoro, que actuaban de pórtico al gigantesco campanile y la plaza. Evitó los puestos ambulantes en los que se vendían antifaces venecianos, camisetas, gorras, abanicos y toda clase de suvenires y tras rodear por su derecha la larga cola para subir al campanario, pasando por delante del imponente palacio Ducal, entró en la plaza. Como siempre, una parte del frontis de la basílica de San Marco estaba en obras de rehabilitación y los andamios ocultaban parte de la impresionante fachada. Al contrario que los turistas que la rodeaban, Anya no le prestó más que una mirada a los dorados mosaicos y a los caballos de bronce que coronaban el templo.
Capítulo 70.
El campo de Santo Stefano –en Venecia todas las plazas se denominan campo salvo la piazza San Marco– era un espacio abierto de tamaño considerable para lo que era usual en la ciudad. En su extremo oeste se alzaba un palacio enorme de fachada amarilla, sede del Instituto de las Ciencias, Letras y Artes, que contrastaba con el opuesto palacio Pisani, dedicado a conservatorio de música, y a sus lados se sucedían casas de distintos tamaños y colores que otorgaban al campo ese aspecto antiguo tan característico de las construcciones venecianas. En el centro de la plaza se hacían preparativos, con guirnaldas y luces, para el baile de carnaval de aquella noche.
Señalando a su espalda, Jean Pierre, les introdujo al lugar.
–Esta es la iglesia de Santo Stefano. Como les dije, aquí me casé hace unos cuantos años.
–Se dice que el techo tiene forma de quilla de barco –terció Ariosto–. Y contiene frescos de Tintoretto. En su interior ocurrieron hechos violentos, incluso asesinatos, lo que obligó a que fuera consagrada seis veces a lo largo de los siglos.
–Ahí la tiene –indicó Jean Pierre–. Es una torre inclinada como ninguna. ¿Qué le parece?
Todos miraron el campanario cuadrangular de planta románica, ancho, de ladrillo rojo visto, con alguna decoración en blanco. Las campanas se ocultaban en su parte superior tras unos ventanales góticos, una cella de tres arcos rematada con un tambor octogonal. La torre ofrecía una inclinación clara hacia el oeste y parecía a punto de caer sobre el canal que corría a sus pies.
Capítulo 74.
Se encontraba con Antoinette en el mirador superior del altísimo Campanile de la piazza San Marco, a cien metros de altura, y desde allí toda la ciudad se rendía a sus miradas.
–La vista es fabulosa –dijo la francesa, acercándose al murete protegido por cables de acero cruzados en diagonal.
Aquel era el mejor lugar para que el visitante se percatase de que Venecia era una isla. El mar de tejados rojizos marcaba el perímetro de la ciudad, salpicado aquí y allá por esbeltas torres y campanarios que sobresalían enhiestas, como buscando la luz. El sol estaba en su cénit y el día despejado ayudaba a que la contemplación del entorno fuera inmejorable.
Antoinette comenzó el examen del panorama que se abría ante ella buscando por el sur. Divisó en la base de la torre las dos columnas que daban acceso al muelle desde la piazza de San Marco y más allá, al otro lado del canal, la punta de la Aduana y la fastuosa iglesia de Santa Maria della Salute, con su cúpula característica mil veces fotografiada. Siguió la vista por la isla de Giudecca, y la vecina del Lido, detrás de ella, sin divisar nada que le recordara a la visión que tuvo en Río.
Caminó por la terraza en dirección oeste y sus ojos divisaron rápidamente el campanario de Santo Stefano, ya descartado. Continuó su paseo en torno a los cuatros lados del Campanile, echó un vistazo en dirección norte y descubrió siete u ocho torres, pero ninguna era la que recordaba. Miró hacia el este, donde llamaban la atención abajo, muy cerca, las cúpulas de la basílica de San Marco y los techos del palacio ducal. Más allá se extendía un sinfín de tejados que desembocaban en las instalaciones portuarias militares del Arsenale.
Capítulo 74
–¡Es esa! –exclamó Antoinette.
–¿Cuál? –preguntó Ariosto, buscando donde señalaba la mujer.
–Aquella, la de color blanco. ¡Fíjate lo inclinada que está!
Ariosto comprobó que, en efecto, la inclinación de la torre campanario era bastante acentuada. No le gustaría tener que subir a la parte alta.
–Es San Giorgio dei Greci, San Jorge de los Griegos –leyó–. A pesar de ser una iglesia pequeña, tiene el trata-miento de catedral, nada menos. Tras la caída de Constantinopla en 1453, una importante colonia griega se asentó en Venecia. El templo se construyó entre 1536 y 1577 y fue sufragado por la hermandad griega. En él se venera como reliquia la mano derecha de san Basilio, arzobispo de Cesarea, algo curioso, cuando menos. El campanario es posterior, construido entre 1587 y 1603.
Capítulo 72
Nada más entrar en el hotel se hizo cargo de que era un auténtico palacio medieval reconvertido a la hostelería moderna. A la derecha, entrando, se encontró con la recepción, un parapeto de madera clara muy barnizada en el que varios conserjes uniformados con chaqueta de faldón largo azul marino y chalecos grises sonreían forzadamente al huésped. Un par de metros más allá, dos columnas invitaban a entrar en un espléndido patio techado del que partía una escalera de piedra pulida más medieval todavía que todo lo que la circundaba. Arcos y más arcos; pavimentos y paredes de mármol pulimentado; alfombras enormes con dibujos geométricos; sillas y mesas de maderas nobles envejecidas de varios estilos; apliques en forma de velas; techos pintados con escenas de disputas divinas del mundo clásico; y maceteros de flores de color rosa que competían con bustos romanos y otras estatuillas por ocupar la parte superior de algunas columnas bajas.
Todo ello conformaba un ambiente de selecta exclusividad que provocaba en el visitante la sensación de entrar en un mundo distinto, ajeno y lejano. Daba respeto hasta sentarse en uno de los sillones de los salones adyacentes.
Capítulo 92.
Se cruzó con dos parejas que estaban vestidas con trajes del siglo XVIII, el disfraz típico del carnaval veneciano. Les paró y preguntó de dónde venían. Le contestaron que del ballo della Contarini, una fiesta de carnaval en el palazzo Contarini della Porta di Ferro, no muy lejos de allí. Le indicaron cómo llegar y Olegario les agradeció la información.
Continuó por la Salizzada delle Gatte y empató con la Salizzada san Francesco, giró a la izquierda donde le habían indicado y llegó al palazzo Contarini.
La música anunció el lugar de la fiesta, un palacio enorme en una calle estrecha, con un gran jardín murado a su derecha. La puerta estaba abierta y a aquella hora ya no había vigilantes de seguridad controlando la entrada. Olegario se asomó y vio que un gran número de personas, la gran mayoría ataviadas de época, se divertían bailando la música actual que imponía un disc jockey disfrazado de polichinela. La incongruente visión no retrajo a Olegario, que se coló en la fiesta y fue sorteando a los invitados que llenaban la planta baja y el jardín. Llegó a una fantástica escalera medieval de piedra y ascendió por ella.