Un secreto ancestral a punto de ser descubierto. Todos quieren poseerlo. Pero no saben que los destruirá.
Una expedición arqueológica internacional en la costa africana del sur de Marruecos se ve sorprendida por un desconcertante hallazgo. Se precisa un especialista en la población canaria prehispánica y la arqueóloga Marta Herrero acude en ayuda de sus colegas. Ella descubrirá que el misterio que envuelve unos restos humanos de hace quinientos años se mantiene hasta la actualidad, y que la finalidad de la excavación es otra muy distinta de la planeada.
Pendiente del resultado de los trabajos acecha uno de los terroristas más buscados del mundo, con una misión muy concreta, y un comando de marines recibe la orden de eliminarlo, cueste lo que cueste. Lo que ninguno de ellos sabe es que detrás del último hallazgo se encuentran fuerzas arcanas cuyo despertar desencadenará la más terrible de las tormentas.
Y solo una persona puede hacerle frente…
En el transcurso de mis investigaciones históricas sobre Canarias en el siglo XVI, al estudiar la documentación de la época, me tropezaba continuamente con la mención a la torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña, una fortaleza, similar a la torre del Conde en La Gomera, que se había levantado por el gobernador de Gran Canaria siguiendo órdenes de los Reyes Católicos en 1496 en la costa del Sáhara, enfrente de Fuerteventura.
La torre se mantuvo en pie…
…unos treinta años, fue destruida y nunca más se volvió a saber de ella.
Sobre la localización de esa torre hubo muchas teorías a finales del siglo XIX, la mayoría erróneas. En los quinientos años que nos separan, algunos autores y viajeros dieron noticia de la existencia de unas ruinas en el lugar conocido como Puerto Cansado, que era en realidad la Mar Pequeña. Hoy en día se denomina Laguna de Naila, y forma parte del Parque natural de Khenifiss, a unos 30 kilómetros al norte de Tarfaya.
Armado con esas referencias, un par de mapas del siglo XIX y una foto de satélite, en octubre de 2011 hice, en compañía de mi padre, un viaje a El Aaiún en busca de la torre de Santa Cruz. Para ello conté con la ayuda de María Álamo –organizadora de viajes a la zona-, que puso a mi disposición un guía y un cuatro por cuatro.
La Laguna de Naila es una enorme extensión de agua salada que entra en el continente a través de una estrecha bocana, y que ha creado un microclima muy favorable para el anidamiento de numerosas especies de aves, además de ser un refugio ideal para la pesca de costa. En un entorno donde el verde de las plantas acuáticas contrasta con el amarillo rotundo de unas dunas de belleza excepcional, es donde se centró la búsqueda de la torre.
Una vez llegados a la laguna, unos pescadores nativos se ofrecieron a llevarnos a un lugar “donde había unas piedras” en barca, ya que el desplazamiento a pie exigía varias horas de esfuerzo que se obviaba por el paseo en bote. El trayecto, de una media hora, se vio amenizado al cruzar diversas marismas pobladas por flamencos rosas y garzas blancas.
Si las últimas noticias que se tenían de la localización de la torre hablaban de un islote en una costa rocosa, la realidad en los días que corren es muy distinta. La ribera se ha convertido en una gran playa arenosa que sería la envidia de cualquier destino turístico de primer orden. Las “piedras” se encontraban a unos cien metros tierra adentro desde la playa y sólo se veía desde el mar la hilera constructiva superior. Al acercarnos, descubrimos, semienterrada en la arena húmeda, una construcción cuadrada de indudable antigüedad, formada en su base por grandes sillares de piedra arenisca, que alcanzaban la altura de cuatro hileras, y sobre las que se habían colocado piedras sueltas unidas con algún aglomerante de forma que los bordes quedaran a la misma rasante.
Por esas vueltas del destino, con posterioridad supimos que por iniciativa del señor Salek Aouissa, un asesor del ayuntamiento de Akhfenir, de origen saharaui, se logró con la colaboración del ejército marroquí y de otros voluntarios, que se desenterrara la torre a mediados de julio de 2011, justo unos tres meses antes de nuestra visita. Gracias a esta feliz decisión pudimos contemplar la torre de la mejor manera posible, ya que apenas unos meses antes los restos de la torre estaban totalmente cubiertos por la arena.
La retirada de la arena que cubría la construcción por completo se realizó hasta donde permitía el nivel de las aguas subterráneas provenientes del mar, que es el que se ve actualmente. La buena intención fue más allá de lo exigible y quienes trabajaron en la excavación quisieron poner su granito de arena intentando una reconstrucción –desgraciadamente penosa– de la parte superior de los muros, igualándolos con piedras cogidas al azar en los alrededores.
Pude constatar que se trataba de los restos de un edificio medieval que, sin lugar a dudas, era la torre que buscaba. A la vuelta del viaje publiqué un artículo de divulgación histórica que fue galardonado con el Premio Rumeu de Armas. Más tardé salió a la luz una monografía sobre la torre, que ha merecido una segunda edición recientemente.
Cuando acabé de escribir La casa Lercaro, en 2013, reanudé la novela Tiempo Sur, de la que llevaba unos cuantos capítulos escritos. Me basé en mis recuerdos y fotografías del viaje de un par de años antes y tramé una historia donde existiera una expedición arqueológica en la misma torre –en la que tendría que estar Marta Herrero a la fuerza-, que contuviera elementos de misterio en torno al asesinato de un militar marroquí –lo que provocaría la aparición de la policía y más tarde el ejército de ese país-, y en el que se vieran involucrados un terrorista, La CIA y un comando antiterrorista y una familia de pastores saharauis.
La acción planeada no aconsejaba la presencia de otros personajes de la trilogía, ya que no tenían cabida lógica. Por eso decidí que la heroína principal fuera Marta. Sus amigos se quedaron en Tenerife. Era una apuesta dejar a Ariosto fuera, pero corrí el riesgo. Junto a Marta cobraron fuerza personajes como el policía Benkiran, la saharaui Aixa y el asesino Boulimine.
Mi intención era crear un thriller con un trasfondo histórico, aderezado con leyendas castellanas y saharauis, y acción, mucha acción con la llegada del ejército marroquí y el comando de los SEAL a la zona. En el momento álgido de la novela se levanta una tormenta de arena que es la que daba título a la novela, Tiempo Sur, que es como se llama en Canarias a los periodos de calima –polvo en suspensión- que con periodicidad provienen del Sáhara.
Una vez terminada la novela, los amigos de la editorial Roca me comentaron, perplejos, que no sabían qué significaba eso de Tiempo Sur, y me propusieron un cambio de nombre. Dado que en la trama el viento y el diablo –Chamharuch- son protagonistas, surgió el título de El viento del diablo, que es como se publicó al final.
La novela salió en marzo de 2014 y la respuesta de los lectores fue, en primer lugar, de sorpresa y, una vez leída, de satisfacción. Se trata de una historia muy original –por su trama y sus localizaciones- que mantiene el estilo y el ritmo de las anteriores y que implica al lector en su lectura hasta el desenlace final.
Un mes antes del lanzamiento, volví al escenario de la novela con mis amigos María Álamo, Luis Adern y Fernando del Castillo para rodar unas tomas de promoción de la novela, cuyos resultados son los magníficos videos que se encuentran en esta página.
Con posterioridad a la publicación de la novela, María Álamo organizó dos viajes de grupo para visitar la torre y los lugares donde se desarrolla la novela, en agosto y diciembre de 2014. Una experiencia muy enriquecedora.
Y es que el ese Sáhara tan cercano y tan lejano al mismo tiempo, da para mucho literariamente. Tal vez vuelva a llevar a mis personajes por allá otra vez.
GALERÍA
PERSONAJES
ESCENARIOS
- El Aaiún
- Laguna de Naila
- Hotel La Cournine d'Argent (Akhfenir)
- Campamento arqueológico (Laguna de Naila)
- Akhfenir
Capítulo 4
El automóvil salió de aquella amplia avenida, el bulevar de Mekka, y se adentró por la derecha en un barrio de calles más estrechas, donde los peatones deambulaban con toda tranquilidad por la calzada y la compartían a paso cansino con coches y carros tirados por mulas y asnos. A pesar de tener la impresión de que cada cual iba por donde quería, el aparente caos no provocaba ningún accidente; en los cruces, en el último segundo, alguien cedía el paso oportunamente al otro. Tras varios giros que lograron que Marta se desorientara, llegaron a la zona conocida como el mercado de Smara, que no se parecía a lo que había imaginado la arqueóloga. No se trataba de un edificio o de un espacio abierto, sino de un barrio mercado, en el que las tiendas se distribuían tanto en los locales de los edificios como en puestos colocados en medio de las calles. En algunas de ellas, las más estrechas, no entraban los coches. Hasani aparcó el Nissan a un lado de una callejuela, en un lugar donde Marta hubiera jurado que estaba prohibido hacerlo, y bajaron del coche. Los olores y el bullicio típicos de un mercado oriental asaltaron sus sentidos. Locales de venta de toda clase de productos se sucedían sin interrupción por todas partes. Pasó por delante de tiendas de cuero, de plata, de ropa (con unos inquietantes maniquíes de tamaño natural vestidos con indumentaria europea que colonizaban, dispersos, gran parte de la calle), de aromáticas y coloristas especias, de comida (con infinitas clases de dátiles expuestos), de todo tipo de utensilios metálicos (nuevos y de decimocuarta mano) y hasta de libros. Zapateros, barberos, limpiadores de botas, vendedores de té y de agua, mujeres y hombres saharauis y marroquíes, identificables por sus atuendos, pasaban a su alrededor sin que Marta, sorprendida, sintiera el insistente acoso al turista de otros lugares del Magreb.
Capítulo 6
El trayecto duró apenas unos quince minutos. El Nissan se desvió siguiendo las indicaciones del cartel que anunciaba el parque natural. La carretera principal quedó atrás, continuando su recto camino al norte, hacia ciudades de nombres tan sugerentes como Tan-Tan o Agadir. El cuatro por cuatro se mantuvo por una calzada asfaltada y dejó a su izquierda un edificio que debió hacer en su día las veces de centro de interpretación, pero que estaba cerrado y abandonado. Junto a él, un letrero escrito a mano advertía a los automovilistas que la visita, y la posible acampada, no les iba a salir gratis. El camino terminó en unas construcciones bajas que amenazaban ruina inminente. Allí se refugiaban del sol algunos pescadores, o más bien propietarios de pateras, porque en aquel momento no se les veía con muchas ganas de pescar.
Tras las casas, salvando una caída de cien metros de acantilado, aparecía en todo su esplendor el refulgente verde azulado de la vegetación lacustre. Decenas de aves volaban de isleta en isleta, y las inconfundibles siluetas de los flamencos se recortaban sobre el amarillo borde exterior de la laguna, una barra de arena rubia que la separabadel mar.
El trayecto en la patera pertrechada con un motor fuera borda que soltaba intranquilizadores petardeos duró unos treinta minutos. Ante sus ojos fueron pasando marismas llenas de vida vegetal y pobladas de cientos de pájaros exóticos. No se hacía a la idea de encontrarse en aquel exuberante nicho biológico rodeado del desierto más áspero y aburrido que había visto nunca. La barca se dirigía hacia la playa en una zona de altas dunas cuyas laderas se deslizaban en una inclinación suave hasta el borde de la laguna. La embarcación se acercó a la playa y la quilla rozó la arena lentamente hasta quedar varada.
Capítulo 9
La cena consistió en una selección de pescado fresco, acompañada de cuscús y ensalada. Como el restauranacompañada de cuscús y ensalada. Como el restaurante era francés, había buen vino, Château Haut-Cazevet, un Burdeos tranquille de la tierra del cocinero, Jean Baptiste. Los miembros de la expedición llenaban el comedor: ocupaban dos grandes mesas redondas a la derecha de la gran sala que hacía las veces de restaurante y zona de esparcimiento del pequeño hotel. Situado a las afueras de la pequeña localidad costera de Akhfenir, La Courbine d’Argent era un hotelito francés regentado por franceses para turistas franceses amantes de la pesca.
Esto debía quedarle claro al visitante. Si se aceptaba el hecho de que los cuatro muros que rodeaban la edificación de una sola planta junto a la playa contenían un pedazo de Francia en Marruecos, se evitaban malentendidos.
Capítulo 9
Un pequeño campamento de tiendas de campaña del ejército rodeaba la zona de excavación. En primer plano, semienterrada en la arena húmeda, destacaba una construcción cuadrada de indudable antigüedad, la torre, o los restos de ella, formada en su base por grandes sillares de piedra rojiza que alcanzaban la altura de cuatro hileras. En sus muros, de unos ocho metros de lado, destacaban unos agujeros que recordaban inevitablemente a las saeteras medievales, algunas recortadas en su base en semicírculo. Se encontraban a una distancia semejante unas de otras para la defensa de su interior.
Otros agujeros, que no pertenecían a esta serie, fueron tal vez anclajes para otras construcciones auxiliares de madera que se apoyaban en los muros de la torre. Por desgracia, el interior todavía se hallaba parcialmente cegado por piedras y escombros, a pesar de que ya había comenzado su exploración. La calidad del corte de la piedra y la existencia de aquellas oquedades defensivas le indicaron a Marta que se trataba de una torre muy antigua, de origen tardomedieval. Se podía identificar como la levantada por el gobernador Alonso Fajardo en 1496.
Capítulo 24
Benkiran había dado permiso a sus hombres para moverse libremente por el pueblo. Por su parte, buscó un lugar donde tomar un té. La carretera nacional atravesaba Akhfenir de un lado a otro, lo que la convertía en su calle principal. Si algo caracterizaba a aquella población era la falta de planificación urbanística. Grupos de tres o cuatro casas de una o dos alturas se apoyaban entre sí en cada manzana, sin aceras, ofreciendo soportales cubiertos en sus bajos donde se localizaban establecimientos comerciales de lo más variopinto: bazares de venta de refrescos y botellas de butano; carnicerías con el género colgado del techo con ganchos, al aire libre; artesanos que trabajaban el cuero; restaurantes de pescado fresco, con ese perenne aroma a sardina asada y repletos de humo; puestos de frutas y de pan; y los sempiternos establecimientos de telefonía, uno en cada esquina, el negocio más floreciente de aquellas latitudes, sin duda.
Benkiran se había sentado en uno de los bares de carretera donde tomaban té o café los conductores de los gigantescos camiones que hacían la ruta del profundo sur. Había un par de aquellos armatostes aparcados a su lado, en el amplio arcén de tierra atravesado por la carretera asfaltada que separaba ambos lados de la calle.
El detective no hizo caso del espectáculo que brindaban, a modo de skyline, los cientos de cables de luz que se iban empalmando unos con otros en las azoteas de las construcciones, apoyados en postes de madera de los que sobresalían, unas aquí y otras allá, luces de farolas.
Tampoco le llamó la atención la sensación de que todo, absolutamente todo, estaba cubierto por una capa de polvo que fundía el entorno en una monocromía color tierra. Como si las edificaciones fueran un apéndice natural del desierto, que empezaba de nuevo unas decenas de metros más allá. En el otro confín del pueblo, una amplia playa salvaje sin visitantes recibía impávida las continuas olas de un océano casi siempre embravecido.
RESEÑAS
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Mariano Gambín es de esa estirpe de escritores que hacen de sus novelas un perfecto baile que convierte la lectura en un placer absoluto